Es tarde, estamos en un bar y no nos hablamos. Hemos discutido, poca cosa, una de esas riñas que no tienen tanto que ver con el desacuerdo como con la necesidad de espolearse. La música es nefasta y hace calor. A unos metros hay un grupo de gente que ríe y gesticula y grita, les sobran al menos un par de copas. Miran a Marta, hablan, y uno de ellos decide acercarse y decirle algo, una frase ensayada que no alcanzo a oír con claridad. Marta se muestra implacable.
- Despierta, chaval. Las mujeres como yo no se lían con tíos como tú.
El chaval se queda petrificado durante unos segundos. Luego vuelve a sonreír, balbucea cuatro palabras con las que no acierta a componer una frase coherente, y finalmente vuelve con sus amigos. Estos le reciben con mofas y carcajadas, y él se revuelve y ríe, pero su risa es distinta. Se diría que el bofetón le ha quitado de encima cuatro copas. Me animo a ser el primero que acabe con la incomunicación.
- Cómo te pasas, ¿no?
- Es lo que hay.
Busco mi reflejo en el espejo que hay tras la barra, tras las botellas de vodka. Trato de escrutarme como si no me conociese, buscando las cuatro claves. Cuando uno analiza a los demás le basta con un atuendo, dos palabras y tres gestos, con eso es suficiente, con eso nos sobra para rellenar la etiqueta. En cambio, lo que para con otros es brochazo para con nosotros mismos se transforma en pincelada. Nos vemos únicos, inexplicables si no es recurriendo al matiz, al pero, a la arista. Así que intento mirarme al espejo como si mirase a un extraño, buscando qué tipo de hombre soy, qué tipo de mujer jamás se liaría conmigo.
- Además estaba borracho.
- Ya, pero mírale: te lo has cargado.
Vuelvo a mirarle. Parece haber recuperado la determinación. Ha subido y bajado la escalera varias veces y ya ha encontrado su respuesta. Se ha convencido de que si antes no supo responder fue tan sólo por la sorpresa, pero ahora tiene la contestación perfecta y piensa usarla. Se aparta de sus amigos, y se dispone a acercarse a Marta. Sin embargo, tras apenas un par de pasos me ve y comprende al fin que no está sóla. Y se detiene, y me mira. Una mirada sin el menor atisbo de hostilidad, la mirada que se le dedica al coche que pasa, a la televisión del escaparate. Sin lugar para el matiz, el pero, la arista. Una mirada espantosa. Preferiría una mirada más hostil, que dejase una puerta abierta. Marta pone su mano sobre la mía, la discusión olvidada.
- Este bar es una mierda. ¿Y si tomamos la última en mi casa?
- Va.
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