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Bien. Mejor así. Ahora con el resto me gustaría rememorar una de los más simpáticas situaciones que se dan en cualquier microhistoria sentimental, esa en la que acompañados de la pareja actual, en la cola de un cine, en la inauguración de un ultramarinos, en un bautizo, nos topamos con un viejo amor. Entre los hombres supongo que habrá de todo, los que entren en bóvido combate y los que tiren de frialdad, pero las mujeres, todas, siempre, en esa situación dan miedo. Las sonrisas, las miradas, las palabras, la tensión. A mí el asunto me divierte. Me divierte que la pasada, tanto da quién dejase a quién y cómo, exagere la complicidad que quizás nunca compartiste para escarnio de la actual quien, en justa reciprocidad, tras un vistazo de apenas unos segundos será capaz de procesar hasta el menor de los detalles de la otra, peinado, ropa, anatomía, detalles que utilizará en tu contra en cuanto le sea posible. Me divierte, sí, pero hay que tener cuidado, que el desastre acecha. Les pongo un ejemplo práctico. Hará tres o cuatro años. Una fiesta cualquiera. Acudo con mi pareja. Nos encontramos con una vieja amiga. La complicidad exagerada, el escrutinio feroz. Hola y adios. Un poco más allá nos encontramos con otra. Vaya, qué casualidad. La tensión, las sonrisas. Hola y adios. Entro al baño. Salgo. Busco a mi pareja. No la encuentro. Algo va mal. Finalmente la veo junto a la barra. Horror. Espanto. Está con las otras dos. Y sonrién. Y me miran de reojo. Me acerco hasta su posición, en un trayecto marcado por un pánico atroz, en los cinco segundos más largos de mi vida. Llego. Todas sonríen. Mi pareja toma la palabra.
- Cielo, un día de estos me tienes que contar lo de la aspiradora.