domingo, abril 27, 2008

Y Ken Follett dijo: "es como montar en bicicleta"

Como colofón a los actos de celebración del Día del Libro acabamos en una fiesta que se anunciaba como de homenaje a no sé quien pero cuyo objetivo real era el de chupar como esponjas, que en eso el mundo literario no se distingue del del cine, la música, los fontaneros o los auxiliares administrativos. Todos empapados como peces. En lo que sí se distingue es en que la mayoría de sus habitantes se creen los más listos de su portal, y se empeñan en hablar por boca de gente muerta y en utilizar expresiones tan lamentables como "al hilo de lo cual" y en sujetar el cigarro tal que así, al hilo de lo cual decidí que era un buen momento para desempolvar un viejo discurso, ese que dice que los únicos que piensan que la selección natural de nuestro tiempo se produce en base a criterios intelectuales son cuatro feos, y que en realidad lo hace en base a criterios exclusivamente estéticos, siendo los ejemplares más bellos los que triunfan, con la cruel particularidad de que han conseguido convencer al resto de que el triunfo está en otra parte, en un diabólico sistema de méritos y pirámides, creando de esa manera un enorme y reluciente ejército de tontos útiles.
Una vez me hube enemistado con un número considerable de asistentes aquello comenzó a ir un poco mejor. Nos hicimos fuertes en un rincón de la sala, y allí se dijeron cosas como que si en un Día del Libro te regalan tres zafones y cuatro follets tienes un problema, pero que si no te regalan ninguno casi seguro que tienes otro. Y se estaba casi cómodo y el alcohol era abundante, pero pronto la joven esposa de un hombre muy importante comenzó a tirarme los trastos de manera nada sutil, e intenté zafarme diciéndole que me dejase en paz, que tan sólo soy un niñato como otro cualquiera, con sus manías, sus ventanas por limpiar y su fondo de escritorio de Adriana Lima, pero no soltaba su presa y acabé huyendo de la fiesta, casi a la carrera.
Luego me pasé por casa de Martina, quien me regaló una preciosa edición de La Historia del Ojo, y si su novio no llega a poner orden me la habría comido a besos allí mismo. Nos sentamos a tomar una copa, pero comprobé que arrastraba un verbo devastado por el alcohol y decidí que era hora de volver a casa. Y eso hice, con un libro bajo el brazo, dos copas de más, y la certeza de que no existe tarea menos provechosa que la de tratar de descifrar a la mujer de otro.
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