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Una vez me hube enemistado con un número considerable de asistentes aquello comenzó a ir un poco mejor. Nos hicimos fuertes en un rincón de la sala, y allí se dijeron cosas como que si en un Día del Libro te regalan tres zafones y cuatro follets tienes un problema, pero que si no te regalan ninguno casi seguro que tienes otro. Y se estaba casi cómodo y el alcohol era abundante, pero pronto la joven esposa de un hombre muy importante comenzó a tirarme los trastos de manera nada sutil, e intenté zafarme diciéndole que me dejase en paz, que tan sólo soy un niñato como otro cualquiera, con sus manías, sus ventanas por limpiar y su fondo de escritorio de Adriana Lima, pero no soltaba su presa y acabé huyendo de la fiesta, casi a la carrera.
Luego me pasé por casa de Martina, quien me regaló una preciosa edición de La Historia del Ojo, y si su novio no llega a poner orden me la habría comido a besos allí mismo. Nos sentamos a tomar una copa, pero comprobé que arrastraba un verbo devastado por el alcohol y decidí que era hora de volver a casa. Y eso hice, con un libro bajo el brazo, dos copas de más, y la certeza de que no existe tarea menos provechosa que la de tratar de descifrar a la mujer de otro.