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- ¿Qué era lo que me querías decir?
- ¿Yo? Nada ¿Por?
Estamos en una cafetería nueva, de diseño muy moderno. La iluminación es minimal y el mobiliario sobrio a la par que elegante. Un lugar divino. Pido un café. Las tazas son del tamaño de las de la cocinita de playskool. Pido dos cafés más. Luego damos un paseo y acabamos frente al escaparate de una tienda de lencería. Señalo un salto de cama verde pistacho e impostando una voz de completo idiota le susurro al oído: "eso, reina, te quedaría de muerte". Y a continuación coloco una mano en su trasero. Y entonces oigo la voz de mi madre. Muy nítida. Dios mío. Esto sí que es serio. Pero miro alrededor y no, las voces no están en mi cabeza, sino que, efectivamente, ahí está mi madre. Con mi padre.
- ¿¡Qué coño haceis vosotros por aquí!?
No me hacen ni caso. Se abalanzan sobre Marta. Se presentan. "¡Al fin nos conocemos!". Marta me mira y en su cara se dibuja un diafano "te jodes". La interrogan con saña, pero ella se muestra impecable, con la seguridad de quien se sabe infalible en las distancias cortas, letal en el mano a mano. Y, claro, les cae fenomenal, a mi padre porque es guapa y a mi madre porque siempre le cayeron bien todas las mujeres que le presenté. Hasta las peores. Y las peores fueron muy peores. No sé en qué lugar me deja eso. ¿No se supone que debería ser al revés? Las más descerebradas siempre fueron para ella "muy dulces", las más maleducadas "muy simpáticas". Marta gesticula y sonríe. La víbora. Hablan como si se conociesen de toda la vida, como si yo no estuviese. Mi madre le dice que el Domingo va a preparar su famoso goulash, y que tiene que ir, que tenemos que ir, que no acepta una negativa. Marta me mira y en su cara se dibuja un diáfano "¡te jodes!". Mi padre me mira y se ríe. Yo no le veo la gracia. Aunque, bien mirado, igual sí que la tiene.