martes, noviembre 20, 2007

Una noche en la ópera

"¿Qué hacemos en este pueblo de mierda?". Nos hacemos la misma pregunta una y otra vez, no como expresión de una duda -sabemos perfectamente qué hemos venido a hacer a este pueblo- sino de una certeza: este pueblo es un auténtico estercolero, arquitectónico, climatológico y humano. ¿Qué coño hacemos en este pueblo de mierda? Nos lo preguntamos al llegar y nos lo seguimos preguntando cuando, ya de noche, el barman nos comunica que hemos acabado con todo el whisky que había en el hotel. Entonces nos vamos a una discoteca. Una discoteca de mierda en un pueblo de mierda.
En la discoteca nuestra presencia es como un faro. Allí nuestros modos de urbanita están de más y nuestra actitud hace presagiar un fin de velada agitado. De los altavoces brota un worst of de música infame que los lugareños -allí el que no tiene una tara tiene tres- bailan como si se hubiesen dado un golpe en la cabeza. Nos reimos. No deberíamos. Un grupo de crías se acerca y comienzan a bailar a nuestro lado. Una de ellas se sitúa frente a mí, apenas a un metro. No aparenta más de quince años y su aspecto es desastroso: camiseta escotada dos tallas menor de lo aconsejable, pantalón de pana de un color imposible y botas de montaña. Sin embargo hay algo que hace que el conjunto resulte coherente, y ese algo es una mirada que luce, amén de una evidente ingesta de estupefacientes, la seguridad de quien sabe sin la menor duda lo que quiere, de quien nada se cuestiona, de quien se sabe dinamita. De repente esa chiquilla me resulta la presencia más real posible. Y eso me lleva a cometer el error: le sonrío. Bingo. Inmediatamente, un troglodita se acerca.
- ¿Estás ligando con mi hermana, payaso?
En estados de peligro inminente el cuerpo humano genera adrenalina. Es un mecanismo de defensa a través del cual se subliman los reflejos necesarios para hacer frente a la amenaza, o en su caso esquivarla. Bien. Yo carezco de ese mecanismo. Ante la inminencia de un cuerpo a cuerpo yo me veo incapaz de hacer algo que no sea reír. Especialmente cuando he bebido. Y no lo hago como reacción nerviosa, todo lo contrario, lo hago porque de verdad esas situaciones me resultan hilarantes. La fanfarronería, la amenaza, todo. Y me río, y entre risas no dejo de decir incongruencias, las cuales tan sólo consiguen enervar aún más al adversario.
- Qué, ¿te hace mucha gracia?
- Eso no me lo dices a la cara.
- ¿Cómo que no te lo digo a la cara...?
- Venga, suelta la espada y pelea como un hombre.
- ¿Q-qué espada? ¿Te estás riendo de mí?
- ¡Que sueltes la espada!
Si gozase del mecanismo de defensa que mencionaba el desenlace podría ser otro. Pero, como no lo tengo, aquello acaba como era de esperar: con un sopapo que me deja sentado en el suelo. El cavernícola no aguanta más y me lanza una mano. Sus nudillos tan sólo me rozan, él también ha bebido, pero de pasada me alcanza en la frente con su antebrazo. Me quedo sentado en el suelo, aturdido. Levanto la vista y veo una montonera: los míos, los otros, los de seguridad de la discoteca. Y no puedo parar de reír. Me gustaría reaccionar, pero las carcajadas me lo impiden. En medio de ese océano de mandíbulas apretadas y miradas afiladas veo a la niñata que ejerció de cebo. Ella es la única que no bracea. Ella tan sólo ríe. Como yo. Y cuanto más nos miramos más reímos. Finalmente se hace paso entre la multitud, llega hasta mí y se agacha para hablarme.
- Tío, estás como una puta cabra, ¿lo sabes?
- Pues anda que tú.
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