martes, noviembre 27, 2007

De polvos y lodos

Me dice que necesita darle otro rumbo a su vida, y se acerca y se encoge de hombros y baja la voz, elevando sus palabras a la categoría de confidencia. Dice que se siente atrapada en su trabajo, en sus amistades, en su ocio y hasta en sus rutinas. Dice que le gustaría cambiarlo casi todo, pero que en el entorno actual no le es posible, porque no se atreve, porque la conocen demasiado bien, porque hay cosas que solo puedes cambiar si no existe nadie que se crea con el derecho a cuestionarte. Dice que le gustaría empezar de cero. Pienso en decirle que yo he empezado de cero unas cuantas veces y que no, que al final no cambia nada, porque en el fondo somos lo que somos y el problema son los otros. Pero no le digo nada, pues a estas alturas ya he descubierto que no necesita conversación sino atención. Y le dejo que siga hablando de su ciudad ideal, de su trabajo ideal o de su vida soñada, aunque en sus maneras adivino que hay tantas posibilidades de que se atreva a romper con todo como de que yo empiece mañana a despachar en una frutería. Comprendo que esto no es una declaración de intenciones sino un exorcismo, y yo no tengo inconveniente alguno en ejercer de agua bendita.
Al final la cosa acaba como acaban siempre que llevas una buena mano.
Existen dos tipos de mujeres dependiendo de su comportamiento el día después: las que se van y las que se quedan. Las primeras son las inteligentes, las que te intuyeron la maldición y se visten en silencio y al irse te dan un beso en la frente y te desean buena suerte mientras tú te haces el dormido. Las segundas se levantan y se ponen a barrerte la casa, no sé muy bien por qué, supongo que será un marcar territorio, un mear cada árbol. A mí las que me gustan son las primeras. La mujer que quiere cambiar su destino es de las segundas. Hoy al levantarme la he encontrado en el salón, plumero en ristre.
- ¡Buenos días, dormilón!
Entonces he pensado varias cosas. He pensado en decirle que he quedado a comer con mi agente de la condicional, he pensado en decirle "ese ragout que hay en la nevera no es de ternera, Clarice", y he pensado en enviarla a comprar algo y en el intervalo cambiar la cerradura. Pero no he hecho nada de eso. En cambio, me he acercado, la he lanzado contra el sofá y he comenzado a hacerle cosquillas. No sé por qué he actuado de esa manera. No todo ha de tener un por qué.
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