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La chica de la zapatería tiene ideas sorprendentes sobre cada problema de nuestro tiempo. Dice que el terrorismo es producto de la falta de amor en las escuelas. Dice que los incendios son cosa de la propia naturaleza, que se entrega al sacrificio para expiar nuestros pecados. Y un poco más tarde también me dice "ahora hazme el culito, papi". Y sé que eso, ahora, escrito, es de una obscenidad inapropiada, pero creo que es importante que sepan que al salir de su boca esas palabras me han hecho creer, por un instante, que podría derribar todos los edificios de la manzana con un sólo parpadeo.
La chica de la zapatería me trae los botes de conservas para que yo los abra, y cuando lo hago me da un beso. La chica de la zapatería me pregunta la palabra que le falta para acabar el crucigrama, y cuando se la digo me da un beso. La chica de la zapatería me ha pedido que vayamos a la piscina, pero le he dicho que no podía porque necesito acabar un trabajo en el que voy muy retrasado, y me ha dado un beso. Y luego se ha puesto las sandalias y ha dicho "entonces ya ha llegado la hora de que lo dejemos, papi". Y eso, ahora, escrito, no es obsceno ni inapropiado, pero creo que es conveniente que sepan que al salir de su boca esas palabras me han hecho creer, por un instante, que soy el mayor gilipollas de mundo. Que soy como ese que saca tres seises seguidos en el parchís, muerto de un exceso de suerte, como ese que falla en el concurso televisivo sin haber llegado a utilizar ninguno de sus comodines, muerto de un exceso de confianza.
Supongo que nunca volveré a verla, a la chica de la zapatería, la que tiene el verbo de cama fluido y acierta el número que calzas con sólo mirarte. Es una pena. Me hubiera gustado llevarla al cine.