jueves, junio 07, 2007

El medallista de plata

Martina me ha llamado y ha propuesto que nos apuntemos a nadar, sábados y domingos, a cualquier hora entre las diez y las dos. Y aunque he de reconocer que la perspectiva de pasar un rato junto a semejante moza, mojada y en bikini, resulta harto tentadora, he terminado por declinar su oferta. Que me conozco, que soy lo peor, que acabaría haciendo el canelo, presentándome borracho, o borracho y sin gorro, o borracho y sin gorro y sin bañador. Así que le he dicho que yo no, pero que se apunte ella, que tiene la voluntad más limpia, y me ha dicho que pasa, que total lo hacía por mí, que ella en lo físico se ve bien. Qué sibilina la amiga. Después, en el bus, un bus que apestaba como veinte campings de playa, me ha invadido la sensación de que el tiempo últimamente me transcurre en sentido horizontal, sin picos de intensidad ni sobresaltos, sin cruces de caminos ni cunetas, y luego al ir a colocarme los auriculares me he equivocado de botón y de la radio ha surgido un tipo con voz de putero de jueves que analizaba las diferentes maneras de reducir la distancia existente entre nosotros y nuestros anhelos. He tratado de elegir la idonea para mi caso, pero pronto me he dado cuenta de que para acercarme a mis anhelos primero necesitaría tener alguno. Vaya faena. Así que he considerado el parodiarme un rato y fingir uno cualquiera, qué sé yo, uno bien caro, hasta que el sonido del móvil me ha rescatado del trance. Era Eva, para decirme que estaba en un barco y que acababa de descubrir que odiaba el mar. Porque, dice, no se está quieto. Así que le he dicho: "hermana, dirán lo que quieran, pero cada vez nos parecemos más", y ella ha zanjado la cuestión con un escueto "anda ya, no jodas". La familia, ese asidero. Pues eso. Al bar.
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