lunes, febrero 12, 2007

Otra mujer

Desde muy niña Inés se supo poco inteligente, y eso le había llevado a forjar un carácter que compensaba su primitivismo con tenacidad y su falta de profundidad con una exagerada tendencia a la discrección. Muy pronto adivinó que en la vida no alcanzaría grandes metas, y que su principal objetivo se habría de limitar a pasar sin hacer demasiado ruido, agazapada, eludiendo el sobresalto, tratando de mantenerse a cubierto bajo los estrictos límites de una vida convencional. Sin embargo, aquel día de mayo y aquel calor se lo habían llevado todo por delante. Aquel día de un plumazo se habían difuminado todos sus puntos cardinales y desaparecido las rutinas que hasta entonces le ayudaban a permanecer expuesta tan sólo en lo imprescindible. Fue entonces cuando decidió comenzar a escribir en un diario, con el único afán de usarlo como toma de tierra, como motor de arranque. Ahora, seis meses después, ya se había acostumbrado a rellenarlo unas cuatro o cinco veces diarias, y en él iba anotando tanto sucesos pretéritos como declaraciones de intenciones. Apuntaba visitas al mercado y paseos de la tarde, así como definía planes inmediatos y carencias logísticas.
11 de febrero 07 - 7.35pm
Han cerrado la tienda de antiguedades de la plaza.
Limpiacristales acabado. Comprar.
Las anotaciones eran siempre de un estilo en extremo austero. Sin juicios de valor, sin el menor espacio para la floritura. Un par de lineas con el relato esquemático de algún suceso, anécdota o recado, y poco más. Para Inés el interés de lo escrito residía en la mera acumulación y la costumbre, nunca en el logro o el desenlace. Por ello jamás releía ni tampoco volvía nunca sobre lo escrito. Nunca, salvo a la primera página, la que rellenó aquel día de mayo, aquel día de calor. A esa primera página sí que volvía, cada noche, y tan sólo entregada a ella lograba conciliar el sueño. En esa página alguna vez se pudo leer "no me puede pasar a mí, no me puede pasar a mí", escrito más de cien veces, repetido como un mantra tenebroso, pero ahora era tan sólo un trozo de papel arrugado en el que la tinta se había difuminado bajo un mar de pequeñas gotas, conformando un puñado de figuras aterradoradas en diferentes tonalidades de azul, en algo así como un fatídico test de Roschard compuesto tan sólo de colosales monumentos a la pena.
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