Un par de horas después de acostarme, así como a las cinco, he oído algo que me ha sobresaltado. He encendido la luz y al fondo de la habitación, más allá de los pies de la cama, he visto pintura en el suelo. Se había desprendido del techo. Me he levantado, me he situado debajo de un roto de un tamaño considerable, y he mirado hacia su interior. Lo que allí he contemplado ha sido no la pared desnuda, como cabría esperar, sino una amalgama brillante compuesta por aquellas cosas que debo hacer y no me apetece, y esas otras que nunca debí haber hecho.
Vaya por delante que ni estaba inmerso en un sueño ni pretendo metaforizar nada. No, aquello era exactamente lo que parecía. Un agujero de profundidad cosmogónica repleto de circunstancias desconcertantes. Un agujero en un techo blanco. Me he parado un instante a pensar si la pintura habría caído por algún tipo de humedad que hubiese inutilizado su adherencia, o si en cambio se habría debido al exceso de material íntimo recogido en su interior. Demasiado contenido para tan excaso continente, quizás. He meditado disponer de otro no-espacio de mayor tamaño en el que seguir depositando mi bagaje. El fondo del cajón inferior de la mesilla, o la parte de atrás del frigorífico. He vuelto a mirar hacia el interior del agujero. He visto mujeres, frases incorrectas, gestos inapropiados, actos soslayados y más mujeres. Me ha empezado a doler la cabeza. Ultimamente tengo unas resacas espantosas. Me duelen los oídos. Tengo que pintar.
jueves, noviembre 23, 2006
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