lunes, septiembre 18, 2006

Tengo un reloj de treinta horas

Ayer estuve en la inauguración de no se qué. No es que me quiera hacer el interesante, es que no sé muy bien qué era lo que se inaguraba. Con eso de que ahora todo el mundo va por la vida vestido de personaje multiproyecto al final se acaba uno perdiendo. Por cierto, siempre digo que detesto este tipo de eventos, inauguraciones, conmemoraciones y demás, pero últimamente no me pierdo ni uno. Lo de predicar con el ejemplo supongo que no va conmigo. Tampoco. En fin, que al llegar al lugar en cuestión el panorama era exactamente igual que el de cualquier otro espacio dominado por ese invento infernal conocido como barra libre: alrededor de la barra una batalla, el personal dispuesto en formación tumulto, todos al borde de la asfixia y siguiendo con la vista a los camereros, quienes conscientes de que no recibirán incentivo alguno por el montante de copas servidas optan por esmerarse lo justo, o menos. En un momento determinado dije en voz alta que acababa de oír que se había acabado el hielo, por dar un poco por culo. Las miradas que se posaron en mí reflejaron entonces un pánico tal que aquello me recordó el estreno de 'El Exorcista' (The Director's Cut).

Al cabo de un rato se me acercó alguien a quien enseguida reconocí como la joven presentadora de un noticiario televisivo. Se notaba a la legua que había amortizado con ganas aquello de beber por la patilla. Me dijo (tip: arrastrar las vocales y transformar las consonantes sonoras en sordas, y viceversa): "Tú eres el del hielo. Eso te convierte en el elegido para escuchar mi confesión. Ahí va: en mi próxima reencarnación no quiero ser cantante de éxito ni perito especializado, quiero ser un azulejo del cuarto de baño de Maria Teresa Fernández de la Vega. Debe tenerlos como los chorros del oro. Cada vez que la miro, no puedo dejar de preguntarme por su cuarto de baño, seguro que lo tiene blanquísimo". Ante conversaciones de este calado trato siempre de dejarme ir, así que haciendo un quiebro le pregunté si era una persona religiosa, por lo de la confesión y la reencarnación. La presentadora abrió mucho los ojos. Abrió también la boca, pero de ella no salió ni una palabra. Continué. Le dije que no sabía cómo le habría ido en sus anteriores encarnaciones ni cómo le iría cuando al fin fuese azulejo, pero que en esta vida, la de ahora mismo, había caído en el mayor y más peligroso agujero existente: el agujero de la fé. Le dije que la religión era un precipicio, una noria estropeada, un timo, una burda trampa que te ofrece compañía a cambio de miedo y respuestas fáciles a cambio de fé ciega. Y la fé ciega es la sima que se abre entre uno mismo y su posibilidad de completarse. La presentadora se animó al fin a decir "pues sí que está mal la cosa, ¿no?", y con lo de la cosa era obvio que no hablaba de la suya, sino de la mía. Luego, ya repuesta, me dijo que por mucho que yo intentase que en ella cundiese el desánimo no iba a tener éxito, que el puesto de azulejo de cuarto de baño era suyo y que no pensaba renunciar a él por nada de mundo. Que a ella se le había ocurrido antes. Instantes después hizo sonar los hielos de su vaso y anunció que se iba a por otra copa. Al despedirnos le deseé suerte. Me levantó el pulgar. Abandoné pronto la fiesta y luego en casa ocupé la noche tratando de sacar con mi guitarra los acordes del 'Let's Trade Skins' de Great Lake Swimmers.

Ilustración de Katherine Newbegin.
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