lunes, agosto 14, 2006

Precipicio

Fue en ese preciso instante cuando advirtió con absoluta nitidez que su vida entera había sido una farsa, un reluciente montón de la más insondable nada. Se habia topado por casualidad con su gran amigo de la infancia, aquel al que habría aludido si alguien le hubiese solicitado que nombrase al mejor amigo que hubiese tenido en toda su vida, y ahora aquél, lo supo desde el momento en que le dirigió la primera palabra, no recordaba su nombre. Al verle le había dicho, ilusionado por el encuentro, "¡Angel, qué tal!", y Angel le había respondido "hey, bien... qué tal tú". Seguro que le recordaba, claro, los juegos de infancia, los exámenes, los primeros ligues, esas cosas no se olvidan. Pero, era obvio, no recordaba su nombre, a pesar del gran esfuerzo que hacía, lo notaba, tanto por recordar como por disimular. Y comprendió entonces que todo en su vida había sido igual, sus amistades, sus amores, sus trabajos y estudios, su ocio. Su vida era media, tiempo inútil, el uno más entre un millón, sin el menor atisbo de genio, de riesgo, de albedrío. De magia.

Llegó a casa dispuesto a mandarlo todo al cuerno. Comenzó a preguntarse cuánto le darían por su vivienda. Los precios estaban altos y la casa, aunque un tanto descuidada, resultaba atractiva, especialmente por la zona en la que se encontraba. Comenzó a plantearse qué hacer con el dinero que le diesen. Pensó en pasar todo un año viajando, como si fuese el último año de su vida. Pensó en vivir en una isla. Pensó en comenzar a pintar. Pensó en dejar crecer su pelo y en comprarse ropas amplias. Henchido de excitación agarró el teléfono y buscó el número de su jefe. Pensó en llamarle, y en decirle que a partir de ahora tendría que buscarse a otro que le hiciese el juego sucio, otro que tapase sus tremendas carencias. Estaba emocionadísimo.

Dejó el teléfono sobre la mesa, entró en la cocina, abrió el congelador y sacó una pizza. Rompió el paquete y la introdujo en el horno, programado en los catorce minutos que recomendaba el fabricante. Volvió al salón, encendió el televisor y se sentó erguido en el sofá. Recordó entonces que el día siguiente era el último en el que podía renovar el abono de la piscina. Se incorporó, buscó un bolígrafo, escribió en un post-it "Piscina renovar", y lo pegó sobre el televisor. Se sentó de nuevo. Pasaban una película que había gozado de un cierto éxito a mediados de los noventa, una comedia romántica de final feliz. La habría visto unas cinco veces, pero no cambió de canal. Sonó la alarma del horno. Continuó inmovil. Sentía muchísimo frío.

Fotografía de Peter Frank.
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