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Llegó a casa dispuesto a mandarlo todo al cuerno. Comenzó a preguntarse cuánto le darían por su vivienda. Los precios estaban altos y la casa, aunque un tanto descuidada, resultaba atractiva, especialmente por la zona en la que se encontraba. Comenzó a plantearse qué hacer con el dinero que le diesen. Pensó en pasar todo un año viajando, como si fuese el último año de su vida. Pensó en vivir en una isla. Pensó en comenzar a pintar. Pensó en dejar crecer su pelo y en comprarse ropas amplias. Henchido de excitación agarró el teléfono y buscó el número de su jefe. Pensó en llamarle, y en decirle que a partir de ahora tendría que buscarse a otro que le hiciese el juego sucio, otro que tapase sus tremendas carencias. Estaba emocionadísimo.
Dejó el teléfono sobre la mesa, entró en la cocina, abrió el congelador y sacó una pizza. Rompió el paquete y la introdujo en el horno, programado en los catorce minutos que recomendaba el fabricante. Volvió al salón, encendió el televisor y se sentó erguido en el sofá. Recordó entonces que el día siguiente era el último en el que podía renovar el abono de la piscina. Se incorporó, buscó un bolígrafo, escribió en un post-it "Piscina renovar", y lo pegó sobre el televisor. Se sentó de nuevo. Pasaban una película que había gozado de un cierto éxito a mediados de los noventa, una comedia romántica de final feliz. La habría visto unas cinco veces, pero no cambió de canal. Sonó la alarma del horno. Continuó inmovil. Sentía muchísimo frío.
Fotografía de Peter Frank.