Dolor (Del lat. dolor, -ōris). El común considera que el dolor posee una cualidad mitigante en cuanto acumulativa. Se estima que según se superponen diferentes dolores de similares características estos se van haciendo más llevaderos. Que cuando alguien ha transitado por una experiencia especialmente dolorosa más preparado se haya para afrontarla de nuevo. La sintomatología del que así se encuentra así parece indicarlo: mandíbulas apretadas, mirada firme y serena, cabeza alta. Pareciera que sobrevuela el sufrimiento. No es cierto. El dolor lejos de asimilarse se magnifica una vez sufrido, y es entonces cuando entran en escena actores letales como la evocación y el miedo. Más aún: enfrentados a un conjunto de individuos de diferentes tipologías en cuanto a la manifestación física de un padecimiento, digamos un entierro, son exactamente aquellos que no lloran los que peor sufren.
Abrazo (De brazo - m. acción y efecto de abrazar). Los sujetos que se ven enfrentados a un hecho luctuoso o desesperanzante son catalogables en dos grandes categorías en función de cuan receptivos se muestren al contacto físico. Así, aparecen los que necesitan un abrazo (1). Estos buscan contacto físico para mitigar el padecimiento, para abandonarse. Tal necesidad en tanto en cuanto no se resuelve puede llegar a corporizarse, a través de un dolor físico localizable en hombros, pómulos y esternón. Luego están los que rehuyen todo roce (2). Estos consideran que su estabilidad se cimenta sobre pilares endebles, y que cualquier contacto que pueda provocar el brote descontrolado de los sentimientos puede motivar que tal estabilidad desaparezca, dejando paso a algo nuevo y temible. Se muestran nerviosos, gesticulan de forma inusual, y ante el menor roce reaccionan de forma eléctrica, cada poro de su piel tranformado en una terminación nerviosa hipersensible.
Fotografía de Stefan Rohner, vía Нотатник.
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