jueves, abril 06, 2006

Yo un día dominaré el mundo. O no.

Si en algún momento de mi existencia disfrutase de la improbable oportunidad de estar sentado en ese sofá color crema en el que el presidente del gobierno recibe a las visitas, ese en el que rodeado de cámaras mantiene una distendida charla con sus huéspedes, no aprovecharía para preguntarle por sus hijos ni por su último viaje, no, sino que requeriría su opinión sobre las ventajas e inconvenientes del sexo anal, y le obligaría a confesar que sí, que él también se gira cuando se cruza con las adolescentes alumnas de un colegio de pago, de las de falda tableada y calcetín azul. El tiempo es caro, y no está para malgastarlo en menudencias.

La mediocridad parece condición indispensable para ostentar cargos directivos, se hable de un portero de finca o del dueño de una mercería, del regente de un estanco o del presidente del gobierno. La inopia, la miseria intelectual y el atontamiento resultan virtudes al parecer indispensables en aquellos que lideran o simplemente conducen grupos humanos, mientras inteligencia o brillantez quedan reducidas a insalvable rémora. Si hablamos de personalidades completas, y no digamos ya de las decididamente notables, los más llevan toda su vida escuchando frases del calibre de "le falta maldad para poder dirigir a tantas personas" o "le tomarían por el pito del sereno", mientras los menos, esos de los que se dice "sería un gran motivador" o "la gente le respeta por su trabajo, su trayectoria y su trato", esos son mirados con desconfianza por el gran gremio de merluzos directores de empresas, estados y comunidades de vecinos, temerosos de que a alguien se le pueda llegar a ocurrir que lucidez o visión sean valores apreciados para el correcto desempeño de tal tarea.

Así, mientras ese gremio, en admirable cohesión, sin haber necesitado federarse, se muestra unido por el resistente hilo que conforma su compartida imbecilidad, ¿qué hacemos los demás?: sesteamos temerosos, sopesamos pros y contras con desesperante parsimonia, planeamos sin un ápice de atrevimiento, esperamos en los soportales a que escampe mientras vemos a otros correr bajo la lluvia, o nos decimos "mañana será otro día" cuando eso nunca ocurre, porque mañana es siempre el mismo día. En definitiva, dejamos correr el tiempo, preguntándonos por qué no estamos en un sofá color crema hablando de nuestros hijos o de nuestro último viaje, mientras los demás, los incompetentes, los mediocres, los soplapollas, siempre unidos, se nos comen la merienda.

Señores, quítenme cuarenta puntos de cociente intelectual y dominaré el mundo. Aunque, qué coño, no sé a qué viene tanta pedantería cuando yo a los que de verdad he envidiado siempre es a los fontaneros.

Ilustración de Kris Lewis, vía neurastenia.

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