En ciertas ocasiones, el tiempo se encoge. Pierde periodicidad y constancia, y mengua de forma dramática. En tan sólo unos instantes es capaz de someterte a cosas que deberían tomar toda una vida, un desengaño, una pérdida, un odio y una nueva ilusión, y entonces descubres que las rutinas perezosas que antes te permitían capear el temporal ya no sirven de nada, y que no hay tránsito ni liturgia que valga. El tiempo se comporta en esas ocasiones como un boxeador experimentado, como un púgil muy perro, que dedica los primeros asaltos a dejarte sin corazón, los del intermedio a vaciarte el alma, y que después, cuando ya te tiene donde quiere, te plantea un combate muy técnico, del que no puedes escapar si no es desaletargando todas y cada una de tus capacidades, sin lugar posible para aspavientos ni lamentos inútiles. Luego, al llegar los últimos instantes de combate, cuando todo lo que deseas es que acabe el castigo e ir a lamer tus heridas y recuperarte como un gato, reduciendo tu actividad al mínimo posible, entonces el tiempo te plantea una encrucijada, una decisión vital, y te dice que en esa decisión estará encerrado tu futuro, y que tienes tan sólo tres segundos, uno, dos, y tres, para decidirte. El tiempo encogido. La decisión.
Si alguna vez les invitan a una fiesta en una casa, y ven que su salón está presidido por una foto de Bobby Fischer como esa de ahí arriba, de dos metros de largo, en ese caso no se corten, vayan y saluden al anfitrión, que soy yo.
jueves, abril 20, 2006
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