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Dos reflexiones al respecto. La primera, dado que ésto no es la primera vez que me sucede, es preguntarme si tengo cara de confesor. "Señor, le acabo de decir esto, pero sepa usted que me debe la confidencialidad del abogado (o del médico, o del cura, qué se yo)". No, no es que las mujeres aparezcan y me comuniquen a las primeras de cambio su condición de lupas (que tampoco es ésta la primera vez que me sucede), sino que ante una conversación que considero casual, de la que no espero sino un par de minutos de intrascendencias, van y me hacen revelaciones de tal calado. No es normal. "Yo fui puta" no es lo primero que se le dice a alguien a quien hace más de diez años que no ves. ¿Acaso no es ese el tipo de confesiones que una mujer reserva para su amigo el gay? ¿Cómo he tratado yo a la gente con la que me he cruzado, siquiera de forma tan puntual, para que me hagan esto? ¿Qué tipo de imagen he transmitido, por qué tanta sinceridad? ¿Debo sentirme agradecido? No sé, a veces preferiría que se limitasen a volver con su gente y dijesen "bah, ese sólo buscaba llevarme a la cama"...
Y la segunda reflexión tiene más que ver con el hecho de que me soltase aquello y yo sintiese un arrebato de, no sabría explicarlo, ¿lástima?. No, quizá lástima no sea la palabra, pero sí que sentí que la persona que aquello me decía, a pesar de lucir una sonrisa sincera y un aspecto más que saludable, necesitaba algún tipo de ayuda, de consejo, de apoyo. Pero, ¿de verdad era ella la que necesitaba todo eso? ¿De dónde nos llega esa urgencia de dar pésames no solicitados, allá donde ni hay muertos ni hay pena? ¿Qué nos hace pensar que sufrir mil desengaños, perder un miembro o ejercer la prostitución durante cinco años sea peor que pasar esos mismos cinco años sentado en una silla, con el mando a distancia en una mano y una cerveza en la otra?
La fotografía es de Looknsee.