lunes, abril 24, 2006

No esperes hoy la tormenta de ayer

El pasado viernes estaba en un bar y a lo lejos vi a alguien a quien me pareció conocer. Mujer, treinta y tantos, pelo negro rizado, mirada lenta, muy buen cuerpo, trabajado como lo está el de una deportista o una bailarina. La estuve mirando durante un tiempo sin caer en quién era, por más que lo intenté. Ella en cambio sí me reconoció en cuanto no pude evitar que nuestras miradas se cruzasen por primera vez. No me digas que no me reconoces, B, dijo cuando llegó hasta donde yo estaba. Entonces caí: era Paula, alguien con quien trabajé hace mil años, cuando andábamos embutidos en la noche cultivando ella su vanidad y yo mi aburrimiento. No es que entonces tuviésemos una relación demasiado especial, pero sí que nos caíamos bien, lo suficiente para compartir risas y alcóholes mientras trabajábamos juntos, pero no como para mantener viva la relación una vez que nuestros caminos se separaron. Joder, Paula, cuanto tiempo, ¿que ha sido de tu vida?, pregunté, un poco porque eso es lo que se pregunta en estas situaciones, y ella me respondió que ahora llevaba un gimnasio del centro, tras unos años trabajando de relaciones públicas en un hotel, y que antes de todo eso se había dedicado durante cinco años a la prostitución.

Dos reflexiones al respecto. La primera, dado que ésto no es la primera vez que me sucede, es preguntarme si tengo cara de confesor. "Señor, le acabo de decir esto, pero sepa usted que me debe la confidencialidad del abogado (o del médico, o del cura, qué se yo)". No, no es que las mujeres aparezcan y me comuniquen a las primeras de cambio su condición de lupas (que tampoco es ésta la primera vez que me sucede), sino que ante una conversación que considero casual, de la que no espero sino un par de minutos de intrascendencias, van y me hacen revelaciones de tal calado. No es normal. "Yo fui puta" no es lo primero que se le dice a alguien a quien hace más de diez años que no ves. ¿Acaso no es ese el tipo de confesiones que una mujer reserva para su amigo el gay? ¿Cómo he tratado yo a la gente con la que me he cruzado, siquiera de forma tan puntual, para que me hagan esto? ¿Qué tipo de imagen he transmitido, por qué tanta sinceridad? ¿Debo sentirme agradecido? No sé, a veces preferiría que se limitasen a volver con su gente y dijesen "bah, ese sólo buscaba llevarme a la cama"...

Y la segunda reflexión tiene más que ver con el hecho de que me soltase aquello y yo sintiese un arrebato de, no sabría explicarlo, ¿lástima?. No, quizá lástima no sea la palabra, pero sí que sentí que la persona que aquello me decía, a pesar de lucir una sonrisa sincera y un aspecto más que saludable, necesitaba algún tipo de ayuda, de consejo, de apoyo. Pero, ¿de verdad era ella la que necesitaba todo eso? ¿De dónde nos llega esa urgencia de dar pésames no solicitados, allá donde ni hay muertos ni hay pena? ¿Qué nos hace pensar que sufrir mil desengaños, perder un miembro o ejercer la prostitución durante cinco años sea peor que pasar esos mismos cinco años sentado en una silla, con el mando a distancia en una mano y una cerveza en la otra?

La fotografía es de Looknsee.
blog comments powered by Disqus