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Pero no quisiera en esta ocasión centrarme en el fascinante universo del embalsamamiento científico, con sus alcóholes isopropílicos, sus líquidos antisépticos o el revolucionario complucad. No, ocupémosnos del no menos interesante embalsamamiento funerario, ese que consiste en el proceso de tratar de forma química el cuerpo del fallecido con el objeto de reducir temporalmente la reproducción de los microorganismos que provocan la descomposición orgánica, consiguiendo la conservación del finado desde el momento de la muerte hasta el del enterramiento o incineración, y a través del decisivo trance del velatorio. Los agentes químicos que participan en el proceso son variados. El medio químico básico utilizado hoy en día es el formaldehido (formol), al que se añaden en distintas proporciones otros como glicerina, alcohol, fenol, timol, arsénico, cloruro de sodio, cloruro de zinc, sulfato de potasio, hidrato de cloral, ácido acético o bicarbonato de sodio, por nombrar tan sólo unos pocos. Gracias a la acción de tales agentes y a la pericia del embalsamador (en ocasiones obligado a enfrentarse a una tarea titánica, especialmente cuando el óbito se ha producido en traumáticas circunstancias (accidentes de tráfico, asesinatos, suicidios)) los familiares y amigos del finado tienen durante unos instantes, unas horas, unos días, la sensación de que su ser querido descansa en paz, o en ocasiones incluso la sensación de que aún está ahí, la sensación de que aún es posible hacer cosas juntos. Y la posibilidad de hablar de él en presente, de volverle a hacer, quizás por última vez, protagonista de sus charlas. De pensar que nada ha sucedido.
Y os preguntareis: ¿a cuento de qué viene todo esto? Pues viene a cuento de que ya era hora de que se hablase de fútbol en este puto blog, vamos digo yo...