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A veces, tras contarme su sueño, sacaba un pequeño cuaderno, muy pequeño, casi como esos que llevan las niñas en la comunión, y apuntaba cosas. Era algo brevísimo, una frase corta, porque apenas era abrir, escribir un poco y cerrar. Cuando acababa, lo metía en una pequeña cajita que cerraba con llave, una llave que dejaba puesta. Nunca escribia si no había soñado con catedrales. Nunca hablamos de su cuaderno, ni la menor mención, ni siquiera en esas tardes de aburrimiento en las que se acaba hablando de aquello de lo que no se quiere hablar.
Trabajaba en una perfumería, mi novia, la que soñaba con catedrales. Una tarde me llamó y me dijo que se quedaba con unas amigas a tomar algo después del trabajo, que llegaría un poco más tarde, que me calentase algo para cenar, que viese yo sólo la película. 'No me eches mucho de menos', me dijo. Digo de veras que no soy curioso, no más que cualquiera, y trato de respetar la intimidad de las personas con las que vivo. Pero aquella tarde no pude evitarlo y abrí su cajón. Abrí la pequeña cajita con esa llave, tan mínima, y eché una ojeada a su cuaderno. Cuando acabé me levanté, metí mis cosas en una maleta y me fuí. No volví nunca a ver a aquella novia mía, la que soñaba con catedrales, pero en días como hoy la echo de menos.
Fotografía de Eve Arnold, vía Photo-Eye.