miércoles, noviembre 30, 2005

Allá, allá lejos, donde habite el olvido


Durante mucho, muchísimo tiempo, entrar en casa le producía cada día un oscurísimo e incontrolable terror. Sabía que disponía de quince minutos, no mucho más, hasta que se desatase la tormenta, y esos quince minutos le resultaban una cima infranqueable. Sudaba, se agarraba el estómago, lloraba, se golpeaba con el dorso de la mano, se tiraba del pelo, se sentía enloquecer. Luego llegó un día en el que aprendió a vivir aquellos momentos de desdicha y desesperación, llegó un día en el que aceptó que lo que había de suceder era inevitable, que se sabía lo suficientemente cobarde como para no afrontarlo, como para dejarlo pasar, como para ser capaz de cada mañana recomponerse desde la nada más abisal y fingir que todo iba bien. Y se creía. Desde entonces, al llegar a casa se descalzaba, encendía un cigarro y se recostaba en el sofá. Inspiraba el humo con parsimonia, miraba hacia el techo con una sonrisa, y saboreaba con delicadeza cada uno de los segundos que le restaban, esos segundos que conducían al infierno.
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