lunes, julio 02, 2007
Y nos da tanta rabia que parece nostalgia
Me oculto en el seto que hay frente a su casa, impregnando de cloroformo un pañuelo mientras espero que vuelva de trabajar, pensando en lo absurdos que resultan los veranos madrileños. Veranos puñeteros y demenciales, que huelen a excrementos de paloma y calamares a la romana, una suerte de purgatorio compuesto de laberintos de los que sólo es posible escapar de noche, cuando todos jugamos a ser turistas de nosotros mismos y cuesta poco encontrar fuegos artificiales. Y el calor, claro, un calor absoluto que se multiplica de forma diabólica en el preciso instante en el que el sol se esconde. Enciéndase el aire acondicionado, dirán. Váyanse a cagar, eso es una rendición y un hacerse el muerto, como la freidora o el GPS. Y la lavadora hace tiempo que no funciona. Tuve una pareja que en esas horas en las que el calor se dispara me suplicaba que activase el aire acondicionado. Al principio hacía bromas sobre el particular, luego dejó de hacerlas. Yo acabé escondiendo el mando a distancia. Ella acabó volviendo a casa de su madre. Luego tuve otra, ésta, que aguantaba toda inclemencia sin pestañear. Se limitaba a poner los pies encima de la mesa y releía mis recopilaciones de columnas de Umbral mientras se abanicaba con un recibo de Telefónica, un gesto de princesa, de las de ahora, de las que estudiaron de uniforme y jamás conocieron veranos que no durasen tres meses. Cuando paseábamos nunca sugería que nos trasladásemos al lado de la calle en el que da la sombra. Ella caminaba ajena a todo infierno, sonriendo tras unas gafas de sol exactas, vestida de gasa, tirante y sandalia de marca. En ocasiones, cuando más inclemente se tornaba el estío, yo me acercaba y trataba de olisquearle un sudor, una hormona, algún rastro primitivo que lo animalizase todo. Pero ella seguía oliendo a pipas de girasol. A pipas de girasol. No me digan que no merece morir.
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