martes, mayo 15, 2007

No preguntes y no te mentiré

Las injusticias nunca nos lo parecen cuando nos sonríen. En ese caso las adornamos con llamadas a merecimientos pretéritos o las despachamos con el cínico hoy por tí, mañana por mí. Nada que objetar, es condición humana. Y aunque les parezca que esto no encarta para nada en el asunto en cuestión, les aseguro que lo hace.
He pasado unos días en Barcelona, asistiendo a un evento al que tuvieron la amabilidad de invitarme. De allí me he traído una figurita que es en esencia una puta mierda, demasiada hojalata y demasiado minimalismo mediterraneo, pero que aquí delante, situada entre la Audrey Hepburn de escayola y la caja de Charlie Parker, no desentona. Ahí se queda. Del viaje hay poco que decir. Que partí en la víspera, como estipulaba el vuelo, por lo que aproveché para visitar a unos amigos. Salimos, y a eso de las ocho hice el propósito de que la copa que tenía delante fuese la última del día, que quería llegar entero al acontecimiento. El mismo propósito repetí a las diez, a las doce y a las cuatro. Al día siguiente, claro, apenas me enteré de nada, más allá de recolectar un puñado de razones adicionales para reafirmarme en mis sociopatías. Más tarde, ya en el vuelo de vuelta, y tras pedir a la azafata las tres cervezas de rigor, el anciano que viajaba a mi lado me dijo que se alegraba de no ser el único al que le aterrorizaba volar. A mí viajar en avión, como cualquier otro estado de tránsito, me encanta, pero, hastiado de lidiar todo el santo día con equilibristas institucionales y vendedores de alfombras, opté por no llevarle la contraria a aquel buen hombre. Así que cada vez que se producía una turbulencia yo me llevaba la mano al pecho, me giraba hacia aquel señor y resoplaba, teatral. Y entonces él me cogía la mano y me decía: tranquilo, tranquilo. Un par de veces estuve tentado de abortar la charada, pero no lo hice. El roce resultaba reconfortante, y si hacía falta un mérito que lo justificase, a mí se me ocurrían tres.
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