domingo, diciembre 11, 2005

Encadenados a sus cicatrices

Recordaba perfectamente el día en que se animó a decirle "átame". No tuvo miedo entonces a lo que pudiese depararle el futuro, porque sabía que merecía la pena arriesgar. Tuvo miedo tan sólo de no saber elegir correctamente las palabras, de acabar diciendo, por pudor o por torpeza, algo distinto a lo que quería decir. Al principio él reaccionó un tanto sorprendido, pero acto seguido, sin mediar palabra, agarró la cuerda que ella le ofrecía y le amarró las muñecas al cabecero de la cama. Después, agarrando con firmeza el pañuelo de seda que había enredado en su cuello, la llevaría donde hacía tiempo, mucho tiempo, que no estaba. Y fue feliz.

Sin embargo, ahora todo había comenzado a cambiar. Ahora, una vez atada, los antebrazos fuertemente amarrados a los tobillos, la cintura compartiendo tramo de cuerda con muslos y antebrazos, su pelo, tan rojo y tan largo, anudado al cabecero, él se levantaba, salía, traía objetos, y se los insertaba. Le gustaba, sí, pero no era lo que ella quería, no con él. Y así hasta que por fín, una noche, él la dañó. Le gustaba, también, pero no era lo que ella quería, no con él. El le hizo daño y luego, cuando el deseo se desbordaba, le dió media vuelta y se deshizo sobre su pelo, notó el líquido caliente impregnando su melena, los genitales rozando su nuca. Por vez primera, llegó ese momento y sus ojos no se miraron. Y ella conocía muy bien aquel comportamiento: aquello había dejado de ser un juego a dos, había dejado de ser amor, y ahora él jugaba sólo. Ella le había abierto la puerta de su mundo y ahora él ya pensaba que era suyo. Y no, no era suyo, de hecho no tenía ni idea de dónde estaba. Ni idea.

No obstante, esta vez decidió actuar de forma diferente a como lo había hecho antes, con los otros. Decidió no salir corriendo, decidió no hacérselo pagar. Decidió no hacer nada, tan sólo por una vez siquiera ser normal, y hacer lo que hace todo el mundo, vivir encadenada a sus cicatrices, enganchada a remedios caseros para el dolor, respirando a través de las heridas. Así que aquella noche se pintó a conciencia, dispuso sobre la cama su mejor conjunto de latex, y se entregó con un esmero que bien podría confundirse con deleite a la tarea de rasurar el vello carmesí de su pubis.
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