Ayer estuve sentado a una mesa llena de gilipollas. Probablemente ellos pensaban lo mismo de mí, pero eso no cambia mucho las cosas. Un gilipollas pidió un batido de vainilla, otro un zumo de pera y el resto pidieron otras cosas. Y mientras daban cuenta de sus meriendas los gilipollas mantenían acaloradas discusiones sobre lo que denominaban los males endémicos del mercado laboral, para a continuación pasar a avanzar sus inminentes vacaciones en hoteles con piscina en primera linea de playa. Así de gilipollas. Yo en esas situaciones me pongo muy nervioso, y rompo palillos y elaboro retorcidísimos fractales con servilletas y digo cosas en extremo inapropiadas. En esta ocasión me dio por narrar, con pelos y señales, con demasiados pelos y señales, la bonita historia del despertar al amor homosexual de dos hombres maduros, en un relato que incluyó en hasta cinco ocasiones la palabra esperma. Así que cuando me levanté de la mesa todos me odiaban casi tanto como yo a ellos. Bueno, todos no. Diana no me odiaba. Diana, mientras nos alejábamos, apoyaba su cabeza en mi brazo, y lo agarraba con fuerza, y luego me tomaba de la mano y la balanceaba como si esto fuese Paris, Paris en domingo, un domingo de mayo. Y me miraba y sonreía, y me volvía a mirar y volvía a sonreír.
- ¿¡Qué!?
- Nada.
Cuando le abro la puerta del supermercado o le canto "Are You Lonesome Tonight" después de cenar, Diana me quiere un poco. Pero cuando hago el ridículo, cuando meto la pata, entonces me quiere con locura. Si le regalo un bolso me quiere un rato, si monto una bronca con un taxista me saca el alma a besos. Si le salvase la vida a una anciana me daría un abrazo, si me cayese por las escaleras y me partiese la clavícula me pediría un hijo. Tengo la sensación de que me quiere bien, pero por razones completamente equivocadas. ¿Es eso conveniente? ¿Es eso bueno? Yo no lo sé. Lo que sé es que me siento como si hubiese metido un gol con la mano.
jueves, julio 29, 2010
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