jueves, julio 26, 2007

Alicia (en el país de las pesadillas)

Soy uno de esos infraseres incapaces de al mismo tiempo caminar y hablar por teléfono, por lo que cuando recibo una llamada de JM para quedar e ir juntos a lo del jueves me veo obligado a detenerme. Anuncia un ligero problema logístico que decidimos resolver con un plan que incluye a un servidor haciéndose pasar por policía nacional. Arreglado. Luego hablamos de tonterías varias, y es entonces cuando reparo por vez primera en una chavala que unos metros más allá se esfuerza en que nuestros ojos se encuentren. Luce un bonito bronceado, viste pantalón blanco de tamaño microscópico y sandalias de tira dorada, y también habla por teléfono. Cuando consigue que nuestras miradas se crucen, leo en las suyas cosas como "venga, acércate" y "sí, es a tí, no te cortes", a la vez que intento que ella lea en las mías cosas como "no te sacaré veinte años, pero quince seguro" y "eres atractiva, pero no lo suficiente como para cometer un delito". Entonces suena a mi espalda una voz familiar. Me he detenido junto a una terraza veraniega y en una mesa se encuentra Nerea, con tres amigos. Me siento con ellos y rompemos el hielo hablando de cualquier cosa. Luego llega la jovenzuela del pantalón blanco y se sienta a mi lado. Está con ellos. Lo que me faltaba. Nerea me la presenta, dice que se llama Alicia. Alicia me da dos besos. Comienzo a ponerme nervioso. Comienzo a tener miedo. Me siento como el jodido Humbert Humbert. Levantarme y echar a correr resultaría demasiado melodramático, por lo que se me ocurre que una excelente forma de resolver aquello consistiría en mostrarme lo más desagradable que me sea posible. Y me da por contar chistes racistas. Esto es un judío que. Pero todos los habitantes de la mesa ríen. Alicia también. A continuación decido bromear con la gente de campo. Madre, diga a padre que. También se rién. ¿Por qué? ¿De qué van? Así que decido rebozarme en el fango de la obscenidad, y les confieso que suelo masturbarme desnudo frente a un espejo de cuerpo entero mientras con la mano izquierda señalo mi propio reflejo y grito ¡puta! ¡puta! No tiene ninguna gracia. De hecho es triste. Pero se ríen. Mucho. Y Alicia ya ha cambiado su mirada provocativa por otra inequívocamente lasciva. Aterrado, decido quemar todas mis naves, y les digo que quien me acaba de llamar es una reciente amante para informarme de que ha dado positivo en la prueba del VIH. Dios mío, ¿y qué hago yo ahora?, añado. No tiene ninguna gracia. De hecho es dramático. Pero la mesa a estas alturas ya es un descojone. Todos ríen y patalean y dejan caer sus cabezas hacia atrás para coger aire. Alicia parece que me va a saltar encima en cualquier momento. Me hallo inmerso en la madre de todas las pesadillas. A la mierda todo. Esta vez nadie podrá decir que no lo intenté. Esta vez nadie podrá decir que la culpa es mía.

martes, julio 24, 2007

Cuando todo se acabe y nadie nos recuerde

Salgo de un bar y me topo con una pelea tumultuosa, un estrépito, con carreras, puños y sangre por todas partes. Se dice que el detonante ha sido una falda, normal. En un momento dado diviso un arma blanca y entonces sí, entonces siento el deseo de unirme al jolgorio, a uno de los bandos, a cualquiera, ambos me parecen óptimos, a ambos les adivino en las maneras verdades irrefutables por las que merecería la pena morir hoy mismo. Me siento tentado de saltar a la arena a acentuar axiomas a mano cerrada, pero en cambio me disperso y me da por pensar en la conveniencia de adquirir una licuadora, por estimular el consumo de fruta y paliar carencias vitamínicas. Y así siempre. Intuímos que lo correcto sería afrontar cada instante como si nuestra vida fuese a extinguirse en cuestión de minutos, pero a la hora de la verdad nos vigilamos el colesterol. Qué asco da todo, de verdad. Si la esperanza de vida del ser humano fuese de quince años todo sería mucho más sencillo, eso está claro. Más tarde, en casa, leo mis emails y allí me asalta una jugosa oferta económica, algo que en principio suena bien pero que en realidad no deja de ser más de lo mismo. A la basura. Los demonios de nuestro tiempo, lejos de hallarse en los fundamentalismos o la contaminación, se esconden en los salarios, las hipotecas y los domingos a comer a casa de la suegra. Lejos los quiero. Advierto que se espera demasiado de mí, que poco a poco me van rodeando, que en cualquier momento me van a colar un caballo de madera, y como es habitual llego a la conclusión de que lo adecuado sería proceder a evaporarse. Me planteo cómo sería mi vida si me rapase al cero, me dejase crecer un tupido bigote, me cortase la mano derecha y me hiciese llamar Matías. Supongo que daría lo mismo, pero por un instante la idea me seduce. El perro de los del séptimo no deja de ladrar, pero si me asomo al balcón y silbo se calla. Debe estar sólo.

sábado, julio 21, 2007

La cabina

A lo largo de la tarde hemos conseguido alcanzar ese punto en el que todo lo demás se transforma en mobiliario urbano, tanto da una señal de tráfico como una familia numerosa. Podríamos cruzarnos con la avanzadilla de una invasión alienígena, que no repararíamos en su presencia. El bar ha quedado atrás y ahora jugueteamos. Ella echa a correr y yo la persigo. La alcanzo junto a un portal, trato de abrazarla, ella me empuja, sonríe y vuelve a escaparse. Va corriendo hacia una marquesina, sonríe, me dribla, sonríe, se zafa de mí, sonríe. Vuelve a echar a correr. Le doy unos segundos de ventaja con la intención de dilatar el instante. Se refugia en una cabina telefónica. Me acerco sigiloso para forzar una sorpresa, un grito divertido. Llego a la cabina, pero allí no hay nadie. Entro y tanteo el suelo, también el techo, buscando una escapatoria. Nada. Me alejo unos metros, exploro los alrededores. Nadie. No lo entiendo. Entonces despierto. En un gesto instintivo alargo un brazo hasta el otro lado de la cama. Está frio, vacío, como ayer, recuerdo, como antes de ayer, como la semana pasada. Abro los ojos. Veo mi mesilla. Encima, la pequeña lámpara en forma de lágrima, un vaso de agua, tres libros, unas cuchillas, el despertador. La visión de tales elementos me trae la certeza de que nunca nada ha sido cuestión de talento, que todo ha sido siempre una mera cuestión de valor. Tan sólo de valor. Los muslos me escuecen. Huele a desinfectante. Las sábanas están manchadas de sangre.

viernes, julio 20, 2007

La sábana

Me puso una mano sobre el hombro y me despertó. Abrí los ojos. Estaba vestida, sentada al borde de la cama. Me dijo que se iba. Hasta luego, respondí, pero me dijo que no, que se iba. Que se iba. Me incorporé. Alargué un brazo y acaricié su mejilla con el dorso de la mano. Ella cerró los ojos y besó mis dedos. Luego se apartó, negó con la cabeza y dijo que estaba cansada, que estaba muy cansada, que necesitaba aire, que necesitaba distancia. Su voz comenzó a quebrarse y se detuvo. Luego se acercó, besó mi frente, se levantó y se fue. El sonido de la puerta me trajo la certeza de que ya tan sólo me quedaban balas para una guerra más. Sólo una más. Los muslos me escocían. Olía a desinfectante. Las sábanas estaban manchadas de sangre.

miércoles, julio 18, 2007

Pa mí ya no hay soles, luceros ni luna

Llevo unos días convertido en un absoluto The Shield-adicto. Cada tarde me trago sin pestañear seis o siete capítulos. Por eso, consciente de mi enfermedad y ansioso de encontrarle vías de escape, trato de aferrarme a cualquier plan que surja, a cualquier alternativa. ¿Te vienes al cine? ¡Vamos! ¿Te vienes a un concierto? ¡Vamos! ¿Te vienes a probar este generador de descargas genitales de alta intensidad? ¡Por supuesto! Así que ayer no dudé mucho cuando me llamó JM y propuso que le acompañase a una fiesta a la que él debía acudir por no se qué compromiso. Allí bebí, escuché mala música y me reencontré con Amaya, un ser maravilloso a quien perdí la pista hace no menos de una decada. Le dije "he leído que te va fenomenal" y ella dijo "he oído que te va fenomenal". Le dije "mira que es mala la música que están poniendo" y ella dijo "horrible". Nos despedimos con un abrazo. Más tarde pasó deliberadamente a mi lado una mujer con unos ojos magníficos, verdes con reflejos grises, una maravilla de ojos. Lástima que conformasen una mirada tan plana, la mirada de una persona que mira no por ver sino por ser vista. Y es que cada una de sus virtudes aparejaba un defecto: un pelo negro precioso, que no dejaba de manosear; una expresión dulce, coronada por una sonrisa mecánica; un cuerpo fino y elegante, ahogado en el más absoluto amaneramiento. Con todo, supuse que un cierto desprecio podía significar un interesante punto de partida, por lo que decidí acercarme. Ella me vio aproximarme, decidido, y sonrió coqueta, ralentizando su mirada, en un gesto estudiadísimo. Un gesto a través del cual le adiviné la cama, la cual, lo supe con certeza, habría de ser una cama llena de noes, vanidades y medias verdades. Y de repente sentí una pereza inabarcable. Y opté por seguir caminando, por pasar de largo, por abandonar la fiesta, sin detenerme hasta encontrarme a tres calles de distancia. En ese momento aquel comenzó a parecerme el día perfecto para romper algo, el día ideal para quemar un cajero o mutilar un monumento nacional o regalarle flores a la mujer de otro. Un día de esos en los que todo es de color negro oscuro, por dentro y por fuera.

lunes, julio 16, 2007

Haré que lamas mis heridas

Cuando acabó el último festival en el que estuve me juré que ese sería el último. Así que el sábado estuve con Martina en otro. Llegamos alrededor de las ocho y cuando estábamos recogíendo nuestro pase ella dijo "venga, deprisa, que ya han empezado". Sonaba esa que dice "how can you always be late for your arrival?". Dije "mira, qué casualidad".
Mientras esperábamos que nos sirviesen una copa le dije a Martina que últimamente no sueño y que estoy preocupado. Ella me dijo que normal, que los sueños hay que merecerlos, y luego me dijo que estaba pensando en tener un hijo. Yo le dije que a menos que estuviese considerando que fuese yo el padre esa me parecía una idea nefasta. Casi esperé aplausos de aquellos que nos rodeaban, ya que Martina es tan jodidamente guapa que siempre hay alguien mirando y suele asaltarme la idea de que no hablo en privado sino en público. Así no hay quien profundice en intimidades. PJ Harvey estuvo estupenda y cantó esa que dice "I'm falling flat and my arms are empty". Dije "mira, qué casualidad".
Más tarde un tipo inglés muy alto le dijo algo feo a Martina y tuve que hacer el papel de novio celoso, un papel que no me pega nada. Cuando el inglés se marchó Martina casi no podía hablar de la risa y me dijo que no asusto ni a una niña de seis años. Flaming Lips estaban cantando esa que dice "it's just too heavy for Superman to lift". Dije "mira, qué casualidad". Ella dijo "sí, tú cambia de tema".
Durante el concierto de Arcade Fire una chica que daba saltos a mi lado me tiró la copa. Sonaba "Rebellion". Dijo lo siento mucho, dijo cuando acabe el concierto te pago una, dije no es necesario. Cuando acabó el concierto dijo ven que te pago una, dije no hace falta, dijo insisto, dije en serio, dijo insisto, dije vale. Estuvimos un rato en la barra. Dijo soy de Mallorca, dijo he venido a ver a Arcade Fire, dijo son mi grupo favorito, dijo acabo de desengancharme de la cocaína, dije vaya, dijo ha sido un placer tomar esta copa con vosotros, dijo nos vemos. Nos despedimos y se alejó bailando. Luego vimos otro concierto. O dos. Luego cogimos un autobús. Después un taxi. Llegué a casa, me sentía raro, no podía dormir, daba vueltas en la cama. Tenía hambre, me hice un bocadillo de jamón y queso.

jueves, julio 12, 2007

Where the boys aren't

He pasado la mañana en un tanatorio. Exacto, en mi casa un montón de gente follando y yo en un tanatorio. No me digan que este serial no tiene sus buenos momentos de comedia. Y eso porque no les cuento lo que he tardado en encontrar el tanatorio de los cojones, que eso ya sería una escena digna de cualquier Farrelly. Mejor otro día.
Al volver he evitado, obviamente, el ir directamente a casa ya que se hacía emocionalmente imprescindible trazar una linea que dividiese trascendencia y frivolidad. Así que he llamado a mi hermana y hemos quedado a comer cerca de su consulta, situada en la zona más, digamos, conservadora de la ciudad. Mientras la esperaba me he concentrado en desacelerar el ánimo a través de la contemplación de la fauna habitual del lugar: mujeres que portan en sus muslos el sello de Corporación Dermoestética y en sus párpados la huella de mil Prozacs, jovencitas con acentos imposibles y jeans de Bimba & Lula, y tipos con camisa a rayas, zapato con borla y coches del tamaño de mi rabo. Y perdonen mi francés. Hoy ando escaso de metáforas.
Pronto ha llegado Eva y tras los besos y las familiaridades habituales me ha propuesto pasarnos más tarde por mi casa:
- Así me enseñas el baúl ese nuevo del que tanto me hablas...
Me he enfrentado entonces a un doble problema: por un lado, que en modo alguno podía hoy meter a mi hermana en mi casa. Huelgan explicaciones. Y por otro lado, que siendo como es una "Bacharach" un no tan sólo actuaría en ella como anzuelo. Así que le he dicho que vale, que podíamos ir después de comer. Ya se me ocurriría algo. Durante la comida hemos hablado de rechazar jugosas ofertas laborales, de la conveniencia de asegurar escapatorias sentimentales, de periodos vacacionales desestructurados, y de mi sobrina pequeña, que está con la varicela. Y mientras lo hacíamos he pensado en mil excusas para evitar el plan propuesto, pero todas me han parecido lamentables. Se mascaba la tragedia. Tras pagar nos hemos levantado y ya en la calle me ha dicho:
- Oye, ¿y qué te parece si dejamos lo del baúl para otro día?
Yo le he dicho que me parecía perfecto. Y a continuación ella me ha dedicado la más diabólica de sus sonrisas. La muy cabrona.

martes, julio 10, 2007

Big toys, no boys

Hoy no me apetece escribir ni me apetece nada porque he madrugado y yo cuando madrugo soy un cadáver. En mi casa están grabando estos días un pornete elegante, con muchas maquilladoras y escenas a tres cámaras, y esta mañana han venido prontísimo. No eran ni las diez. He preguntado el por qué del madrugón, que cómo son capaces de ponerse al lío a esas horas, y me han dicho no se qué de la luz y las pieles y el agua. Pues vale. Así que me he ido a tomar un café, que no tenía yo el cuerpo para encajar estímulos de esa índole. Luego he entrado en una tienda de libros de estos de mierda -viajes, fotografías, cocina- y mientras ojeaba la receta del guacamole se ha acercado alguien a saludarme. Era una chica con la que estuve hace la tira de años, alguien a quien pasados los primeros momentos de embeleso llegué a detestar con locura. Entre otras manías, tenia la de detenerse ante cada mendigo y dedicarle unos minutos de conversación, algo que a mi, que soy lo que se podría denominar un desgraciao, me ponía enfermo. Me ha preguntado te acuerdas de mí, y he respondido claro que me acuerdo, y me ha estado hablando de su hija que es un cielo y de su marido que es un biólogo marino. Luego hemos recordado la pelea que tuvimos el día que rompimos nuestra relación. Aquella tarde de primavera entramos en una tienda de esas en las que se venden caramelos y golosinas y frutos secos, y en su interior vimos comprando una bolsa enorme de gominolas a una muchacha que debía pesar unos doscientos kilos. Una vez se fue me acerqué a mi acompañante y le dije que al igual que de los bares echan a los borrachos, de esas tiendas deberían echar a los gordos, que se le quitan a uno las ganas de comprar chucherías, que aquello parecía un anuncio del Ministerio de Sanidad. "Autoridades sanitarias advierten...". Entonces ella me miró con un odio infinito y dijo que jamás había conocido a nadie tan despreciable y me preguntó si no era capaz de respetar nada y blablabla, y luego ya pasamos a otros reproches de índole personal, sexual, en fin, qué les voy a contar, lo de siempre. Hoy nos hemos reído recordando aquello y después nos hemos despedido con un abrazo y un par de frases hechas. Más tarde, de vuelta en casa -los de la película ya estaban recogiendo-, le he comentado este encuentro, sentado en mi terraza y comiendo aceitunas, a una actriz húngara de piernas larguísimas, quien a su vez me ha hablado de un hermano menor que colecciona maquetas de trenes, de reyertas con varios muertos en bares de alterne de Budapest y de sus enormes ganas de conocer la isla de Ibiza. El sol me daba en la cara. Soplaba una brisa fresca. Y por un momento me ha parecido que todo, la actriz porno con ganas de visitar islotes, el hermano que colecciona maquetas, la gente solidaria casada con biólogos marinos, que todo es muy raro pero que a la vez está en su sitio. No sé si me explico. No, ¿verdad?

lunes, julio 09, 2007

Zwischenzug

Me miro en el espejo, directamente a los ojos, por espacio de unos cinco minutos. Espero toparme con no sé muy bien quién, pero allí no aparece nadie, claro. Ya sabía yo que hoy no era el día adecuado para esperar fenómenos fantasmagóricos ni proponer ucronías. Salgo a la terraza, desnudo, otra vez, pues los espectadores -una familia numerosa, un cerrajero en paro, una estudiante de económicas- carecen de la enjundia necesaria para dispararme el pudor. Me dejo caer en una silla y noto algo que me incomoda: un alfil negro, me he sentado encima. Lo miro, deteniéndome en cada detalle. Estos días pienso a menudo en lo mal que me he llevado siempre con mis talentos, y habitualmente llego a la conclusión de que comprender bien algo es un fastidio. Agarro el alfil, lo proyecto con fuerza y me asomo a ver donde cayó. Esta manía mía de asomarme a cualquier pozo, no vayan a creerse, es más atavismo que curiosidad, que misterios quedan pocos y a mí ya sólo me resta un intento. Oigo la pieza golpear contra el tejado de cristal del invernadero y entonces se me ocurre algo. Se me ocurre descolgarme por la terraza. "Un tío en pelotas descolgándose desde un noveno". Suena bien. Así que anudo una cuerda a los barrotes de la ventana y comienzo a descender. Me deslizo con sumo cuidado, tanteando la rugosidad de la cuerda, acompasando movimientos. La sensación es agradable, pero pronto descubro que ese que desciende no soy yo, porque se me posa un pájaro en el hombro y no siento el deseo de despellejarlo a bocados. Aquí pasa algo. Cuando llego a la altura del tercer piso veo a una vecina tendiendo su ropa interior. Su casa desprende un potente olor a lejía y cebolla, un aroma que por alguna razón me resulta familiar. Me balanceo, para acercarme un poco, y le susurro casi al oído que no puede volver a dejarse engañar, que no existe más belleza que la exterior, que todo lo demás es malabarismo. Mis palabras parecen disparar en su interior algún mecanismo averiado y comienza a gritar obscenidades. Esto también me resulta familiar. A estas alturas ya no entiendo nada. Sigo descendiendo, y cuando estoy a un metro del invernadero doy un pequeño salto. Miro hacia arriba. La cuerda. El vecindario expectante. ¿Y ahora qué?

jueves, julio 05, 2007

Para tí, que estás de morros esta noche

Hago un gesto de fastidio, dejo el periódico sobre la mesa y abandono la cafetería. Cuando estoy llegando a casa recibo una llamada de Ruth.
- ¿Vienes ya? Te he preparado un plato de pasta con gambas que te vas a cagar.
Cuelgo. Tomo la primera calle a la izquierda y detengo un taxi. Me voy al centro. Entro en un bar. El camarero y un cliente mantienen una conversación:
- ¿Tienes tabaco?
- ¿Qué tabaco?
- Marlboro.
- No, Marlboro no. Lucky Strike.
- No, Lucky Strike no. Marlboro.
- ¿Cómo?
- Marlboro.
- No, Marlboro no.
El hambre y las ganas de comer. Vaya panorama. Al fondo veo a Susana y Nerea. Pensé que te habías ido a Barcelona, me dice una. Pensé que te habías ido al extranjero, me dice la otra. Les pregunto por estos y me dicen que hoy no les han visto. Pido ginebra con limón. Me ofrecen un tiro y lo rechazo. Me hablan de conductores borrachos y direcciones prohibidas. Me hablan de su fin de semana, y de hordas de personas alegres y de carrozas bañadas en purpurina y de conciencias sociales impecables y de beber gratis. Pido otra ginebra con limón. Me ofrecen un tiro y lo rechazo. Intentan hacerme varios trucos de magia, el de la ceniza, el de la moneda, el de los palillos. Ya los conozco, pero disimulo. Nos reímos, cada uno de una cosa. Nos vamos a otro bar. Pido ginebra con limón. Me ofrecen un tiro. Es tarde. Se acercan a la pista y comienzan a bailar. Yo me quedo en la barra. Un tipo muy hortera mete barriga y les entra. Se ríen de él, y de qué manera. Me acabo la copa y salgo del bar, sin despedirme. Un taxi me deja en la puerta de casa. Entro. No hay nadie. Huele raro. Llego al dormitorio, doy la luz y veo la almohada salpicada de spaghettis, gambas y pimiento rojo, ingredientes que han sido dispuestos de tal manera que conforman la palabra GILIPOLLAS. Me digo: mira, esto sí que ha tenido gracia.

miércoles, julio 04, 2007

Futbolero

lunes, julio 02, 2007

Y nos da tanta rabia que parece nostalgia

Me oculto en el seto que hay frente a su casa, impregnando de cloroformo un pañuelo mientras espero que vuelva de trabajar, pensando en lo absurdos que resultan los veranos madrileños. Veranos puñeteros y demenciales, que huelen a excrementos de paloma y calamares a la romana, una suerte de purgatorio compuesto de laberintos de los que sólo es posible escapar de noche, cuando todos jugamos a ser turistas de nosotros mismos y cuesta poco encontrar fuegos artificiales. Y el calor, claro, un calor absoluto que se multiplica de forma diabólica en el preciso instante en el que el sol se esconde. Enciéndase el aire acondicionado, dirán. Váyanse a cagar, eso es una rendición y un hacerse el muerto, como la freidora o el GPS. Y la lavadora hace tiempo que no funciona. Tuve una pareja que en esas horas en las que el calor se dispara me suplicaba que activase el aire acondicionado. Al principio hacía bromas sobre el particular, luego dejó de hacerlas. Yo acabé escondiendo el mando a distancia. Ella acabó volviendo a casa de su madre. Luego tuve otra, ésta, que aguantaba toda inclemencia sin pestañear. Se limitaba a poner los pies encima de la mesa y releía mis recopilaciones de columnas de Umbral mientras se abanicaba con un recibo de Telefónica, un gesto de princesa, de las de ahora, de las que estudiaron de uniforme y jamás conocieron veranos que no durasen tres meses. Cuando paseábamos nunca sugería que nos trasladásemos al lado de la calle en el que da la sombra. Ella caminaba ajena a todo infierno, sonriendo tras unas gafas de sol exactas, vestida de gasa, tirante y sandalia de marca. En ocasiones, cuando más inclemente se tornaba el estío, yo me acercaba y trataba de olisquearle un sudor, una hormona, algún rastro primitivo que lo animalizase todo. Pero ella seguía oliendo a pipas de girasol. A pipas de girasol. No me digan que no merece morir.