martes, noviembre 13, 2007

Matarile

Pierdes las llaves de tu casa tres veces en apenas diez días. De las cuatro personas que guardan otro juego de llaves, una está de viaje, otra vive demasiado lejos y con otra no hablarías ni aunque fuese la única llamada que te permitiesen hacer desde la cárcel. Así que llamas a tu ex, y ella en cuanto descuelga el teléfono ya sabe, porque te conoce, que vas medio borracho. La primera vez le hace gracia y se ríe, y te dice que no es molestia y que no me digas que estoy muy guapa y que no te pongas pesado, y que te vayas y que te acuestes. La segunda vez muestra su preocupación. Y la tercera te dice que tengas cuidado, que estás perdiendo el control. Tú lo niegas, claro, y te defiendes, pero al fin y al cabo estás borracho y de tu boca sólo salen un puñado de balbuceos lamentables. Así que al día siguiente la llamas. No tienes por qué darle ninguna explicación, pero quieres demostrarle que se equivoca, que estás perfectamente, que tu ingenio sigue intacto y que aún puedes hacerle pasar un buen rato. Que aún le puedes hacer reír. Y le invitas a un concierto que hay el jueves, pero ella te dice que debe levantarse temprano, así que le propones acompañarte a un evento deportivo que se celebra el día después del concierto. Y acepta.
Y ella no va al concierto pero tú sí, y la noche se transforma en un laberinto, y al día siguiente has quedado a las cinco y a las cuatro te estás lavando el pelo por tercera vez y los dientes por cuarta. Y ella en cuanto te ve llegar sabe, porque te conoce, que vas de resaca. Y todo empieza a ir mal. Y llegas al recinto y te saluda la azafata de un stand y te da dos besos y te pide que la invites a tu próxima fiesta, que en la última se lo pasó genial. Y tu ex se da cuenta, porque te conoce, de que no recuerdas a esa mujer ni recuerdas de qué fiesta habla. Y te dedica un gesto de desaprobación, y entonces sabes que está preguntándose qué tipo de persona no recuerda a alguien que ha tenido en su propia casa. Y unos metros más allá ves a alguien a quien sí recuerdas aunque preferirías no hacerlo. Y tratas de evitarla. Pero has estado demasiado lento y ella, azafata también, otro stand, te reconoce y se acerca y te da dos besos y durante noventa interminables segundos exhibe su dialéctica de preescolar. Y tu ex te dedica otro gesto de desaprobación, y entonces sabes que está preguntándose qué clase de persona se mezcla con semejantes descerebradas. Y esa desaprobación, lo sabes, porque la conoces, se multiplica cuando a lo largo de los siguientes cincuenta metros aún te saludan otras dos azafatas más. Y entonces sabes que se está preguntando qué clase de persona conoce a la mitad de las azafatas de un evento de esas características. Y tiene razón, por Dios, claro que la tiene. Es ridículo.
Luego la tarde avanza y la cosa no mejora, más bien al contrario, porque tú estás demasiado cansado y demasiado espeso, y ella demasiado lejos. Y más tarde vuelves a casa y comprendes que las cosas están hoy un poco peor que ayer. Y te acuestas para dejar morir tan nefasto día, pero no puedes dormir, así que te levantas y llamas a unos amigos y quedas con ellos en un bar. Para hablar, para sacarte todo ese peso de encima. Y sales de casa, pero esta vez te llevas dos juegos de llaves. Y te guardas uno en el pantalón y otro en la chaqueta. Por si acaso.
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