Suena el teléfono. Mi sobrina. Dice que quiere venirse a vivir conmigo, que no aguanta un minuto más a sus padres, que no la respetan, que toman decisiones que le afectan sin contar en ningún momento con su opinión. No será para tanto, le digo. Responde que sí que lo es, y me da un ejemplo: que ahora han decidido ponerle un corrector bucal, sin preguntarle, como si la cosa no fuera con ella. Son tus padres y todo eso lo hacen por tu bien, insisto. Pero no escucha. Se empeña en que necesita espacio, que quiere venirse a vivir conmigo, que está harta de que la traten como a una cría...
Tiene ocho años.
Luego hablo con Eva. Dice que ella sí que está harta, tanto que está planteándose seriamente el comenzar a hacer uso de la violencia. De inmediato localiza a los culpables del comportamiento de la niña. "Me cago en la Disney y me cago en la puta que parió a la Pixar". Dice que la culpa es de las películas infantiles y de sus tramas melodramáticas y de sus patéticos protagonistas. "Tanto niño huérfano y tanto animal desvalido, coño. ¿Que el protagonista es un pollito? A llorar. ¿Que la trama se desarrolla en periodo navideño? A llorar". Dice que prefiere que su hija vea Yo Soy La Ley antes que La Sirenita, el canal Playboy antes que el Nickelodeon. Me planteo el sugerirle que en todo caso es posible que ese patrón no sea exactamente nuevo, que es posible que vaya en la sangre. It runs in the family. Pero antes de que pueda hacerlo Eva grita "¡mierda, las lentejas!" y cuelga.
Luego sigo dándole vueltas al asunto. Tener una niña en casa. Qué locura. Tendría que levantarme temprano para llevarla al cole. Tendría que interactuar con otros adultos cuando fuese a recogerla a la salida del kárate. Tendría que aprender a coser botones y cremalleras. Tendría que esconder las correas y las ball gags. Una niña. En casa. Qué locura.
martes, noviembre 06, 2007
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