Hay ocasiones en las que no hay diagnóstico bueno, ocasiones en las que no hay medicamento que valga. Un tratamiento adecuado para dolencias que presenten esos síntomas consiste en tumbarse en la camilla y esperar a que, finalmente, éstos cuadren con algún prospecto. O sea, borrarse de todo, hacer la del gato. Yo, en cambio, en esas ocasiones salgo a beber. Ya, soy consciente de que no suena demasiado bien. Es lo que hay.
Haciendo uso de semejante receta es como decidí ayer quedar con estos. Pero, esta vez, en lugar de acabar en un garito humeante de música infame acabamos en un bar con sillones y música soul. Todo muy cómodo y aséptico, una invitación a la conversación serena. En medio de la misma, de una de las mismas, alguien sacó el tema de las heridas. Raudo, defendí que no es cierto que todas las heridas tarde o temprano se curen. Defendí que hay heridas que se cierran, sí, pero que jamás se curan. Más bien al contrario, parecen gozar de una diabólica propiedad acumulativa, de tal manera que cuando una se cierra lo hace tan sólo para permanecer latente hasta que aparezca otra, momento en el que vuelve a abrirse, multiplicando así sus efectos. Cuando aparece la segunda se te abre la primera. Y cuando aparece la tercera se te abren las otras dos. Y así, hasta conformar una suerte de maléfico surtidor de dolores.
Tal razonamiento lo llevé a cabo enfrascado en agrio debate conmigo mismo, ajeno al entorno, por lo que no fue hasta que acabé cuando al fin descubrí las miradas perplejas que me rodeaban.
Silencio.
Tampoco me parecía que fuese para tanto.
Más silencio.
Finalmente alguien dijo:
- ¿Cómo que heridas? ¿Quién dijo heridas? He preguntado por las bebidas, idiota. Bebidas, be-bi-das.
martes, mayo 22, 2007
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