Ayer me ví obligado a acometer un largo trayecto en autobús. Carente del ánimo necesario para sumergirme en el Benet que llevaba en la bolsa, me dediqué a contemplar la vida que se filtraba por las ventanas. Pronto, la chavala con el bajo de los vaqueros roto de una calle comenzó a confundirse con la de la calle anterior, y la señora que empujaba un carrito apenas difería de la señora con carrito que había visto dos minutos antes. Me aburría. Así que pensé en matar el tiempo entregándome a un brainstorming de cosas que detesto. No pensé en las guerras, la envidia o los parricidios, que aquello no era un concurso de Miss Universo, sino en cosas de más enjundia. Como las camisas de manga corta y las camisas de cuadros, y los pantalones de cuadros y las chaquetas de cuadros. Y las tardes de mucho viento y los coches descapotables. Y los campings de playa y los hombres con sandalias y los ascensores de doble entrada. Y los mandos a distancia universales y los hoteles con nombre de ciudad.
Luego intenté entregarme al ejercicio contrario, el de enumerar cosas que adoro. Comenzó a dolerme la cabeza. Lo intenté con más ahinco. El dolor se extendió del epicentro de los ojos a la semilla del esternón. Un espanto. Me ví obligado a dejarlo. Regresé al ejercicio anterior. También detesto las llaves de plástico verde y los pomos de color dorado. Las almohadas de 50x70, Inglaterra y todas las cosas de color naranja. Y los espejos cenitales y las calles peatonales y la primera quincena de Diciembre...
jueves, mayo 24, 2007
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