jueves, marzo 13, 2008
De utilidad
Desde el primer momento comprendo que algo no va bien. Me besa y me abraza, y lo hace con gula, pero es evidente que su mente está en otra parte, alejada no tanto en lo espacial como en lo temporal. Me besa y abraza, y luego me toma de la mano, me saca de su cama y me lleva a la cocina. Hay demasiada desnudez para tanta luz, pero a ella le da igual. Ni me mira. Busca un lugar concreto, junto a la lavadora, y dice aquí, házmelo aquí. Me resulta extraño, aunque cosas más raras he visto. Parece nerviosa, acelerada. Aquí, así, dice, y lo repite, y luego otra vez, y luego me toma de la mano, me lleva a su salón, se recuesta en el sofá, y me dice aquí, házmelo aquí. No entiendo nada. Busco pistas en su mirada, pero me evita y cuando no lo consigue se limita a enseñar una sonrisa avergonzada, como de cría traviesa. Todo comienza a resultar incómodo, pero apenas me da tiempo a incomodarme pues enseguida se levanta, me toma de la mano y me lleva hacia la puerta. Por un instante me pregunto si no pretenderá que ahora lo hagamos en la escalera, y sufro un ligero ataque de pudor. Pero lo que hace es detenerse junto a la puerta, y acercar su cara a la madera, y luego me dice aquí, házmelo aquí. Y entonces lo entiendo todo. No estamos haciendo el amor, estamos recorriendo el escenario de un crimen. Estoy ante una de esas personas que piensan que es posible borrar los recuerdos sepultándolos bajo otros nuevos. El sofá, la cama, la cocina, los lugares que pusieron marco a la crisis. La puerta, el lugar en el que acabó llorando desconsolada el abandono. Comprendo que ella se está entregando a un sexo al margen de todo, del amor e incluso del deseo, y que yo tan sólo ejerzo de herramienta. Me siento utilizado. Pero eso no me supone mayor problema, pues me gustan las relaciones que en su envase llevan impresa la fecha de caducidad, así no hay que andar buscándosela. Me siento un poco estúpido por haber pensado durante el proceso de seducción que era yo quien llevaba las riendas, eso sí, y entonces recuerdo una de mis canciones favoritas, una en la que un solitario desesperado nos anuncia que su mayor fantasía consiste en conseguir que alguien se corra, tan sólo por resultar de utilidad, de una utilidad simple e innegable. Como una vela, como una herradura, como un sacacorchos. Recuerdo la canción y entonces presagio que aquello va a terminar en lágrimas. Sexo con lágrimas. Una pesadilla. Aquello no puede terminar de otra manera, no veo como puede terminar de otra manera. Y me juro que si eso sucede, si comienza a llorar, lo que no haré es tratar de consolarla. Ni un abrazo ni una palabra amable. Lo que haré es coger mi ropa e irme. Tan rápido como me sea posible. Aunque mejor me voy ya.
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