En las escaleras mecánicas del centro comercial los hombres miran a las mujeres y las mujeres se miran en los espejos. La mayoría se atusa el pelo, salvo la que va delante mío que se mira de perfil y saca pecho. En la planta de mujer entrego mi compra y pido que me lo envuelvan para regalo. La chica que me atiende acaba de comenzar su turno, la he visto bajando de un bus y entrando a la carrera. Le sale un envoltorio espantoso. Vaya churro, me dice. Hay mucha gente esperando detrás, así que pienso en decirle que sí, que lo deshaga y vuelva a empezar, con la malsana intención de situarle la jornada en cuesta arriba. Eso es lo que pienso, pero al final lo que le digo es que no pasa nada, que así vale, total, para lo que va a durar. Después, mientras me alejo, pienso que debería coordinar mejor lo que pienso con lo que digo, y más tarde me planteo si no debería dejar de darle tantas vueltas a cosas tan insignificantes.
Salgo del centro comercial, camino un par de manzanas y llego al lugar donde he quedado con Martina, quien poco después llega, a la carrera, ataviada con un pantalón de chandal negro ajustado, una sudadera roja con capucha y una bufanda negra. Viene de correr por el parque y trae el gesto a la vez exhausto y satisfecho de quien acaba de completar una tarea agotadora pero, eso estima, necesaria. Estos días a todo el mundo le da por extirparse los excesos navideños a golpe de flagelo, pero no es mi caso pues yo, como cada año, en estas fechas he perdido peso. Me fijo en su flequillo empapado y desordenado sobre la frente, en el pelo recogido en una coleta, y en las gotas de sudor que salpican sus mejillas y que ayudan a abundar en esa sensación de marea alta que suelen convocar sus ojos, tan grandes y tan azules. La contemplo e imagino cantábricos, y olas que se deshacen espumosas contra los acantilados, y hectareas de vegetación salvaje creciendo al borde de playas inaccesibles. Le digo que se acerque y ella lo hace, inocente y expectante. Cuando la tengo lo suficientemente cerca inclino mi cabeza, y la olfateo. Me empuja. ¡Serás cerdo!. Se ríe. ¡Menudo cochino!. Más tarde, al despedirnos, le hago el gesto de iniciar un abrazo, pero esta vez no pica. ¡Y una mierda!. Y suelta otra carcajada. Mientras se aleja le miro el trasero. Ella no se gira, pero me intuye, y desliza sus manos sobre la espalda y me dedica dos puños cerrados, los dedos corazón extendidos.
Llego a casa y permanezco de pie en el centro del salón, concentrado en el cuadro que hay sobre el sofá, esa mirada indescifrable de dos metros de ancho que, a pesar de los años que lleva conmigo, aún no he convertido en cotidiana y por tanto en invisible. Luego pienso en los eneros. Me gustan los eneros.
viernes, enero 11, 2008
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