viernes, enero 04, 2008
El amigo de las tormentas
Estos días el tema de conversación favorito es el de los propósitos para el nuevo año. Cada cual comparte los suyos. Ser mejor persona. Pasar más tiempo con mis hijos. Cuando me preguntan por el mío siempre tomo uno al azar, cada vez uno, algo amable para salir del paso. Pero en realidad no he hecho ninguno. No, yo huyo de los propósitos, pues de momento me basta con tener claras dos o tres cositas a las que poder agarrarme en caso de tormenta: que el perfecto maridaje de brécol y pesto va más allá de una mera cuestión cromática, que las americanas con el tiempo suben, y que la única suerte que no existe es la buena. Deseo, suerte, fe, despeñadero, va en ese orden. Este año al sonar la última campanada sufrí un leve desconcierto y, llevado por la visión de las parejas que se reservaban el primer beso y los niños que acumulaban emociones, pedí un deseo, uno cálido y sencillo, un deseo de buena voluntad para mí y los míos. Y enseguida comencé a sentirme fatal. Horrible. Así que entré en el baño, me introduje dos dedos hasta el alma como una universitaria bulímica y me extraje del esófago el deseo. Y tiré de la cadena. Lo hice porque todo deseo lleva aparejada una llamada a la suerte, y la suerte te deja en manos de la fe, y la fe es un despeñadero, toda fe, incluída la que uno se tiene a sí mismo. No, yo huyo de los deseos, pues de momento me basta con tener claras dos o tres cositas a las que poder agarrarme en caso de tormenta: que no es cierto que todo se pueda conseguir con esfuerzo, que es posible fingir casi todos los sentimientos importantes, y que prefiero tener cerca personalidades inteligentes que bondadosas, geniales que humildes. Clarísimo, ya ven, lo tengo todo clarísimo. Menudo gilipollas. Luego me tropezaré con la próxima mirada clara o con otra melena recogida en remolino y todo volverá a saltar por los aires, sin un mísero punto cardinal en su sitio.
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