Salgo a la terraza. El cielo está negro, se va a poner a llover en cualquier momento, pero me da por irme a dar un paseo, con lo puesto. De repente la idea es que la lluvia me pille lo más lejos posible, para así verme condenado al aguacero. De repente la idea es un bautismo, eso es. Echo a andar y al rato me cruzo con una jovencita con un peinado estupendo que me busca la mirada y cuando la encuentra sonríe. Supongo que debería sentirme halagado por el gesto amable, pero la verdad es que siento... no sé. Nada. Recupero la certeza de que lo opuesto a la alegría no es la tristeza sino el vacío, la anestesia. Que lo opuesto a la felicidad no es la desdicha sino el vacío, el ir tirando. Mientras camino mi mente convoca metáforas. Pienso en la condición humana y su formidable resistencia. En ocasiones puede incluso llegar a parecer indestructible. Pero no lo es. Pienso en los diferentes peligros que la acechan. Pienso en esos sucesos que apenas dejan un rasguño imperceptible, mínimos saltos al vacío que aparecen de tanto en tanto, dificultades que apenas consiguen hacer mella y cuya importancia se difumina en cuestión de días. También pienso en esos otros que te sitúan al borde del delirio, debacles y desgracias que en el momento parecen insuperables. Pero se superan. Dejan cicatriz, a veces incluso suponen puntos de inflexión, pero no impiden seguir adelante. Y finalmente pienso en aquellos que compuestos de una aciaga mezcla de fatalidad, inoportunidad y tino se sitúan más allá de cualquier entendimiento. Esos son capaces de transformar los corazones en piedra. Esos no se superan nunca. Esos acaban con aquel que los padece. Esos transforman a su víctima en un zombi, alguien que vive un tiempo prestado, una prórroga inútil. Y están por todas partes, los zombis, vivimos rodeados de ellos. Aunque se hace difícil distinguirles del resto, porque a veces también sonríen.
Tras dos horas caminando vuelvo al punto de partida, a casa. Ya ha caído la noche. Llover, no ha llovido.
lunes, octubre 08, 2007
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