Cada noche al ir a acostarme voy apagando todas las luces de la casa de más cercana a más lejana, de tal manera que al final he de recorrer a oscuras el camino que lleva hasta mi cama. Lo hago a tientas, y si el camino resulta excesivamente fácil, por acostumbrado, entonces doy dos vueltas sobre mí mismo y, desorientado, vuelvo a comenzar. Si llego tarde y borracho es todo más fácil, o sea más difícil, tortuoso. Luego me acuesto y pienso en cualquier cosa. Y si advierto que me acerco a un abismo entonces pienso en esas mujeres que cuando no encuentran la palabra que buscan taconean, y sonrío. Y si advierto que me dirijo a un precipicio entonces pienso en esas mujeres que al recibir un halago se muerden el extremo izquierdo del labio inferior, y sonrío. Pienso en las mujeres que se fueron y en las mujeres por venir, pero jamás en las de hoy, que a esas hay que pensarlas lo menos posible. Y nunca acabo de decidir si lo que mejor me define es aquello que me gusta o aquello que me disgusta.
A qué viene todo esto, se preguntarán. La verdad es que no lo sé. Creo que lo que quiero decir es que aunque durante la mayor parte del tiempo uno puede dejarse llevar en esta enrevesada travesía en canoa para uno, y detenerse a contemplar el paisaje y juguetear con las aves tropicales que se posan en la proa y echar una cabezada bajo el sol, también hay momentos en los que la corriente te conduce irremisiblemente hacia la sima, y entonces de poco sirve quejarse o contar con una eventual llegada de refuerzos. En esas ocasiones tan sólo queda arremangarse y remar, dosificando el esfuerzo por si la batalla se alarga, los cinco sentidos puestos en no caer. Y si nos vemos obligados a acercarnos a la orilla y desembarcar, mejor tener un rifle a mano y munición en abundancia.
viernes, abril 18, 2008
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