Tan pronto me sirve el café comienza a darme conversación.
- Se nos ha echado el invierno encima, así, de repente.
- ¿Disculpe?
- El frío. Hace un frío que pela.
- Pues sí.
Y no deja de hablar, a pesar de que mis contestaciones son en extremo protocolarias. Supongo que toma por timidez mi escasa participación. Y habla mientras pasa un trapo húmedo por la barra, habla mientras limpia la cafetera y habla mientras friega unos vasos. Habla, habla y habla. De cualquier cosa.
- ¿Las navidades? Nada, un invento de las grandes superficies, para sacarnos los cuartos.
- Pues sí.
Mientras habla trato de imaginarle vestido de paisano. Tirado en su sofá, dando un paseo con su mujer, llevando al cine a sus hijos. Un ejercicio que suele resultarme complicado cuando de quien se trata es de alguien que trabaja uniformado, pero que en este caso no lo es tanto. De hecho, no me cuesta nada imaginarle de vacaciones en un Benidorm cualquiera, gastando las tardes con su señora en la terraza de una freiduría, tratando desesperadamente de entablar conversaciones de camarero con los trabajadores locales.
- Las vacaciones de un futbolista me gustaría a mí tener.
- Pues sí.
Se equivoca conmigo. No volveré a este bar. Jamás. Porque mi lugar de desayuno favorito es aquel en el que tras un par de días sean capaces de detectarme la rutina. No es difícil, siempre pido lo mismo y en el mismo orden. Un lugar en el que sepan adivinar que aprecio no tener que hablar, y que sobre todo aprecio que no me hablen.
- Y eso sí, en cuanto a educación y buenas maneras esos nos dan sopas con honda.
- Pues sí.
Detesto mantener conversaciones insustanciales. Y detesto conocer gente. Ya conozco demasiada. De hecho, si pudiese desconocería a unos cuantos. Si pudiese, me encerraría en casa y no mantendría contacto más que con la gente de verdad imprescindible: los que se encuentran al otro lado del teléfono en el Telechina Express y el Telepizza. Y no saldría más que para llevar a cabo las tareas logísticas más básicas. Eso haría, pero no puedo. Porque los demás me llaman, y quedamos, y bebemos mucho y mal, y me presentan a sus amigas -nunca a sus hermanas-, y éstas se empeñan en confundir sarcasmo con sentido del humor y oligofrenia con simpatía. Y se ríen. Y a partir de ahí todo se complica.
- Y luego resulta que nadie lo ve. Claro, ¡será que a esa hora estamos todos viendo los documentales!
- Pues sí.
Dios, cómo detesto el género humano. Sobre todo cuando voy de resaca. Si se pudiese transformar en flujo eléctrico el odio al prójimo que soy capaz de generar con la cruda, tan sólo harían falta dos más como yo para iluminar todos los putos adornos navideños de esta ciudad.
martes, diciembre 18, 2007
blog comments powered by Disqus
Suscribirse a:
Enviar comentarios (Atom)