No saben lo afortunados que son de no conocerme la tercera dimensión, pues les puedo asegurar que estos días soy un verdadero asco. Yo estos días podría ser Antonio Vega. Mi mente se empeña en convocar nieves, huracanes y abismos, y la personalidad, claro, se me resiente. Encanto ninguno. Y si nos vamos a lo escrito, entonces ya se te cae el alma a los pies, todo prosa catastrófica, oligofrénica en retórica y sintaxis, todo material de derribo. Bueno, todo no, qué coño, que el otro día también clavé una diatriba del servilismo, de métrica barroca y ni un adjetivo bien puesto, que me gustó tanto que decidí darle uso en otro formato más alimenticio. Eso es, acéptenlo, infelices: son ustedes segundo plato. Se siente. O no, que al fin y al cabo la verdad es que a este yo de aquí le quiero tanto, o tan poco, como a los otros. Y ya que estamos, pregunto: ¿ustedes se han contado alguna vez los yos? Yo sí. Tengo tres. Yo soy tres.
Todos juntos, los tres, nos fuimos ayer a un bar con unos amiguetes comunes a hablar de muertes, que es lo que se lleva ahora. Al mismo tiempo, en el mismo local una adolescente guapa celebraba su cumpleaños, rodeada de sus adolescentes amigos, todos bebiendo minis de combinaciones denunciables, como mandan los cánones. La homenajeada recibió como regalos un caballete para pintar, unas bolas de petanca y un juego de tocador. Como para adivinarle la personalidad. En un momento dado la adolescente guapa pasó a mi lado y uno de mis yos no pudo reprimir el vocalizar un "yo sí que te hacía un buen regalo, reina", ante lo cual otro de mis yos padeció un inmediato ataque de verguenza no-ajena, y el tercero dijo "y qué piensas hacer con ella, ¿esconderla catorce años en un sótano?". Y aunque el chiste era nefasto los tres nos reímos, pues al menos dos no tenemos escrúpulos, uniéndonos así a la adolescente guapa, quien sorprendentemente había decidido premiar con una simpatía la impertinencia.
Más tarde, volviendo a casa, a la salida de una cafetería me topé con otra adolescente que le daba su número de teléfono a un moreno que, era fácil de adivinar, había conocido esa misma noche. Me fijé en la mirada de la chavala mientras recitaba su seis-uno-cinco, números que el moreno tecleaba en su móvil, y en esa mirada sonriente reconocí, concentradas, casi todas las cosas que importan en esta vida. Y disfruté de la belleza de la postal, por supuesto, pero más tarde, ya en casa, con ambas adolescentes en el recuerdo, no supe si tocarme o meter la cabeza en el horno. Al final lo que hice fue contarme las cicatrices del brazo izquierdo y acto seguido, frente a un espejo, las canas sobre mi sien derecha. Siete de cada. Empate.
Mejor me meto ya en la cama.
domingo, septiembre 02, 2007
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