Alzo la espada y amago un movimiento hacia el flanco izquierdo para acabar atacando por sorpresa el derecho. Mi adversario intuye la maniobra, detiene el golpe y contraataca con fuerza. Es un magnífico contrincante. El combate resulta espléndido. No es casual que los medios especializados hayan tildado el enfrentamiento de "final anticipada". De repente mi rival se quita la máscara, lanza la espada al suelo, me abraza y comienza a lamerme la cara. No entiendo nada. Los alrededores se vuelven nebulosos.
Un click.
Otro click.
Despierto. Abro los ojos. Quien me lame la cara es el perro de Ruth. Si el perro está aquí, Ruth ha de andar cerca, pienso. Estiro un brazo y palpo el cuerpo que tengo a mi lado. No es el cuerpo de Ruth. Ahora caigo: quien hay a mi lado es una gaditana, organiza exposiciones, le encanta hablar de sus sesiones de pilates, llevaba un par de meses tras ella. Un terror inaudito se apodera de mí. Ruth. ¿Dónde está Ruth? Me incorporo. Ruth está en la puerta, con la boca abierta. Ya la he cagado, pienso. Soy un mierda, me digo. Un ser que se arrastra por el mundo dañando a los demás, un golfo, un sinverguenza, alguien en quien no se puede confiar. Un cerdo.
La ventana está abierta.
Pienso en escapar, en huir deslizándome por la cornisa.
Entonces espabilo. Recupero al fin la plena consciencia y me hago una pregunta fundamental: ¿qué coño hace Ruth en mi casa? Yo no estoy con Ruth, yo no le debo fidelidad a Ruth, Ruth no debe entrar en mi casa, no soy yo quien sobra en esta escena.
La gaditana ya ha despertado.
Me dedica esa mirada. Luego se pone a toda velocidad los vaqueros ajustados y la camiseta negra sin mangas. Intenta calzarse sus nike plateadas, pero el perro de Ruth juguetea con los cordones. Lucha con él. Exclama un "¡por favor!" que no va dedicado a nadie, ni siquiera al perro. Yo le podría decir que esto no es culpa mía, que esto no es lo que parece, que no me mire así, que estamos juntos en esto. Pero la situación me provoca tal pereza que no digo nada. Finalmente se va, y al pasar junto a Ruth baja la mirada, avergonzada.
- Es muy guapa...
- Eres una hija de puta.
- Lo siento. Si quieres la alcanzo y le digo que todo es culpa mía, que tú no has hecho nada. No sabes cuánto lo siento.
Deja las llaves sobre la mesilla.
- Ya no lo vuelvo a hacer, ¿ves? Ya no tengo llaves. Lo siento, de verdad, no te imaginas cómo lo siento.
El perro de Ruth gruñe. Se encuentra a los pies de la cama, jugando a destrozar el sujetador que la gaditana ha dejado olvidado en la huida. Le miro. Me gustaría no reírme, pero no lo puedo evitar. Me río. Ruth también se ríe. Mierda.
- Espérame en el salón, anda. Me ducho en un minuto y bajamos a tomar un café.
Entro en el cuarto de baño. Comienzo a rememorar las últimas veinticuatro horas. La verdad es que la cosa tiene gracia. Bastante gracia. Comienzo a reirme. A carcajadas. Durante un par de minutos. Luego vuelve el desamparo.
miércoles, septiembre 12, 2007
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