Iba paseando por el centro cuando desde un andamio me ha caído un martillo. Lo he visto venir por el rabillo del ojo, a duras penas he podido esquivarlo y ha acabado estampándose contra la luna del coche que allí había aparcado. El cristal se ha hecho añicos. He mirado hacia arriba. El operario que ha cometido el desliz ha optado no por pedir disculpas, sino por esconderse. Me he quedado petrificado. Los transeúntes me han encontrado parado junto a la luna rota, junto al martillo, y he visto cruzar por sus mentes la sospecha de si no sería yo el causante de la fechoría. Si raro es ver caer un martillo desde un andamio, más raro es ver a aquel sobre quien cayó aceptándolo en silencio. Así que he comenzado a gritar, teatral, más por quitarme de encima las sospechas que por genuína ira.
- ¡Pero bueno! ¡Un martillo! ¡Estais locos o qué! ¡Os voy a denunciar!
Y he echado a andar, gesticulando airado. Dos calles más allá me he detenido. Me he metido en un ciber-café, tratando de huir de los peligros que acechan en cada esquina, en cada cruce, ya sean martillos voladores, la delincuencia organizada o la apertura de un nuevo Starbucks. La desgracia nos rodea. Y he aprovechado que me sentaba frente a una máquina extraña, en un entorno desconocido, para entrar en esta misma página y escrutarla en tercera persona, como si fuese de otro. He leído un buen puñado de entradas, y al margen de todos esos defectos que por evidentes se hace innecesario enumerar también he encontrado algo inesperado. Me he encontrado a un tipo entrañable. Y no me refiero a entrañable como el doctor House o Carod Rovira, no. Entrañable como Alfredo Landa, entrañable como un reproductor VHS. Un espanto.
Más tarde me han llevado a cenar a un restaurante que era una monada. Moderno, juvenil y elegante a partes iguales. Pura hostelería catalana del siglo XXI. Toda la ropa de mesa, también la cubertería, toda, era de color negro, en mate. Era precioso. Aunque costaba un poco encontrar la servilleta o saber donde meter el tenedor, eso también. La luz era muy tenue, una invitación a la conversación relajada. Apenas se distinguían los rostros de tus acompañantes, por lo que al volver del baño he temido haberme sentado en una mesa que no era la mía. A lo largo de la cena, in vino veritas he dejado caer un par de axiomas incontestables. Verdades irrefutables, sentencias válidas para cualquier plazo, palabras que se movían en los límites mismos de la retórica, ensanchando los confines del lenguaje. Frases de las que uno echa mano en momentos de zozobra, verdades como puños construídas a partir de conceptos universales. Pero ahora no las recuerdo. Siempre me pasa igual.
miércoles, junio 20, 2007
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