viernes, mayo 11, 2007
Empapados de verano
El silencio es en esencia aterrador, todo silencio, y diverso: no hay dos iguales. No me apetecía cerrar el día con el ánimo demolido y quise organizar una modesta partida de póker en casa. Algo liviano, un poco de compañía. Jazz, unas pizzas. Al poco el plan saltaba por los aires, éramos quince. Una hora después ya sumábamos más de veinte. Una muchacha con peinado de ventanilla me preguntó si tenía limas. No sabía quién era ni qué hacía en mi casa. Esa es, esa es, la hija del escritor, me decían. Muy bien, pero qué hace en mi casa. Sonaron canciones de Police, se habló en inglés de cine y comics, y se le arrancaron páginas a un libro. La música sonaba a gran volumen, pero todo era silencio. Un silencio denso, turbio, del color del desasosiego. Cuando he despertado, en mi cama éramos cuatro. En el salón había alguien más. En el baño seguramente también, pues la puerta estaba atrancada. Restos de pecado sobre la lavadora y junto al revistero. Copas volcadas y el olor, el olor. Me he cambiado de camisa y he salido. He bajado en el ascensor con mi vecina. Ha paseado la mirada por mi rostro y ha reído. Ha dicho que era justo que hoy me sintiese mal, que era muy justo, y luego me ha acompañado a la cafetería. Me ha contado que le ha salido un nuevo trabajo y que siempre quiso trabajar en publicidad, que empieza en quince días y que se tiene que comprar ropa nueva. La he imaginado con falda de vuelo, la he imaginado desnudándose, y la he imaginado empuñando una pistola. Las mesas estaban llenas y la gente hablaba, pero todo era silencio. Un silencio submarino, azul. Reconfortante. Mi vecina me ha dicho que si quería me podía duchar en su casa.
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