
En la convención nos dieron sandwiches de pollo y zumos raros. Una inglesa muy gorda y muy embarazada hizo un acalorado panegírico del optimismo. Recibió aplausos. Un francés defendió la inexistencia de todo futuro. Lo hizo de forma atropellada y poco convincente, y al descubrir la perplejidad de los que le rodeaban apuntó que no se había explicado bien debido a los nervios, pero que estaba dispuesto a hacerlo mejor con quien así lo desease, vía email.
Nos llevaron a cenar a un restaurante en el que los únicos alicientes eran las guarniciones y la presencia en mi mesa de una holandesa muy guapa empeñada en aprender palabras gruesas en diferentes idiomas. Me enseñó a decir "rukker", y yo a ella "putón". Al rato vino a buscarla su novio y salieron del restaurante cogidos de la mano. Los demás nos fuimos a un bar muy moderno donde bebimos champán. Una italiana pelirroja me pidió que le invitase a un martini y se lo bebió de un trago. Me alegré de que Ruth no hubiese venido, pero la alegría duró poco ya que al tercer martini la italiana cayó redonda al suelo. Luego le estuvo explicando a los demás que se había mareado por culpa del calor. Calor mis cojones.
Cuando volví al hotel me fijé en las sábanas. Eran de color tierra, con reflejos dorados. Muy bonitas. Apagué la luz y me senté en el suelo. Detesto viajar.