Ruth es como uno de esos cruceros carísimos por el Mediterraneo. Las instalaciones son magníficas y el programa de actividades completísimo, sí, pero no hay manera de abstraerse del vaivén. Mientras en la piscina de cubierta te das un chapuzón y contemplas a las chavalas en bikini por un momento puedes llegar a pensar que le estás besando los pies a Dios, pero por mucho que te distraigas en el instante o el conato nunca pierdes la absoluta conciencia de que aquella cosa toda ella oscila. El balanceo es unas veces apenas un titubeo, una cuna, y otras una catástrofe inminente. Sea cual sea su dimensión el caso es que jamás olvidas que aquello sobre lo que caminas es, siempre, una superficie inquieta y peligrosa. Un tumulto y un azar, todo eso es Ruth en tres dimensiones, con esa belleza suya tan insolente y de extrarradio, tan extremeña. Claro, que luego queda la Ruth horizontal, la que aparece a oscuras, esa que te susurra al oído y te abraza mucho y bien, como si te aprehendiera el alma. Esa otra Ruth es sobre todo inesperada. Porque donde suponías un delirio te entrega suavidad, donde arrebato un tacto, donde látigo edredón. Y cuando llega el instante supremo, el de la pequeña muerte, en ese momento esa Ruth se agita y te busca el fondo de la mirada y cuando lo encuentra llora, con lágrimas también. Y eso a mí me mata.
Esta mañana Ruth - no sabría decir si la una o la otra - me ha acompañado a la frutería y allí las sonrisas y familiaridades que me ha dedicado la joven dependienta al despachar le han provocado un enfado ostensible. Ese berrinche intrascendente y simpático, como de niña vestida de comunión, me ha impregnado para el resto del día de un persistente aroma a ternura y embeleso, que como todo el mundo sabe es un olor a bollo recién horneado, a fiebre y a colacao. Y no sé a ustedes, pero a mí tanta vulnerabilidad me da muchísimo por culo.
lunes, febrero 05, 2007
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