domingo, mayo 21, 2006

Potaje de vigilia

Compraría un piso, enorme, y contrataría un decorador. No, mejor una decoradora, que tienen más instinto y van siempre tan elegantes. Se compraría un cochazo, no sabía aún cual, pero uno de los que hacen girar la cabeza a los transeúntes, eso seguro. Y les daría algo de dinero a su madre y su hermano. Bueno, a su hermano menos, quizá nada, aún lo tenía que pensar. Y se compraría ese televisor enorme que...

Sonó en el restaurante un teléfono y eso le hizo volver a la realidad. Pepa le estaba hablando. Siempre que miraba a Pepa constataba cuánta verdad había en el dicho "la cara es el espejo del alma", tan horrible era su aspecto y tan insoportablemente mediocre su personalidad. Le estaba hablando del último capítulo de un estúpido serial televisivo, y él tan sólo asentía, esperando a que aquella perorata acabase, sin querer apuntar que jamás había visto aquella serie ni tenía la menor intención de verla, ya que lo último que quería era alargar o ensanchar aquella conversación. Miró de nuevo el boleto de lotería, lo arrugó con gesto tenso, casi se hizo daño en la palma de la mano, y lo depositó en el cenicero. Héctor intervino entonces en la conversación haciendo lo que pretendía ser una broma, un comentario lamentable hecho con la dicción de, al parecer, uno de los personajes de la serie. Pepa rió. Héctor era de esas personas que aunque lleven traje y corbata siempre parece que van hechos un asco. Sus camisas nunca pegaban con el traje y, debido a su cuello, tan corto, tan gordo, siempre parecían mal cortadas.

Echó otro vistazo pleno de hastío al boleto arrugado y luego miró a su alrededor. Hector seguía con la imitación, pero Pepa había dejado de sonreir, ahora se arrascaba la nuca. A la derecha de Héctor estaba Víctor, bostezando, con la mirada perdida en la gaseosa que había sobre la mesa. A su lado estaban Esteban y Lucía, quejándose de algo que les habían ordenado hacer aquella mañana. Los dos hablaban, con una indignación que parecía compartida pero que no lo era porque en realidad ninguno escuchaba lo que decía el otro, sólo se escuchaban a sí mismos. Miró el reloj publicitario que había en la pared, eran las dos y media, y como siempre a esa hora se encontraba comiendo con la gente de su trabajo (mesa para seis, por favor) en el único restaurante de aquel horrible polígono industrial. El por qué se sentaban juntos ellos seis, no lo recordaba, tal vez sólo por inercia. Lo cierto es que no soportaba su trabajo ni soportaba a sus compañeros, no encontraba en su compañía el menor aliciente. Ellos eran aburridos, y ellas feas y aburridas. Aquellas comidas eran un sopor, todo un canto a la falta de ambición, a la ausencia de carácter, a la vejez prematura. Un muestrario de gente sin objetivos, de muertos vivientes.

Giró la vista hacia la mesa de al lado y reparó en alguien que estaba comiendo sólo mientras leía un periódico. Ese alguien levantó la mirada, le observó a él, y luego observó a sus compañeros. A Héctor y Pepa que ya no hablaban. A Víctor que bostezaba. A Esteban y Lucía que seguían hablando sólos. Levantó las cejas, resopló, bajó la mirada y siguió leyendo.

Fotografía de Gianni Candido.
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