Por las noches se acostaba con un cuaderno y un bolígrafo, apagaba la luz, y así, a oscuras, se lanzaba a escribir. Al despertar, a la mañana siguiente, cogía el cuaderno y disfrutaba contemplando no ya lo que hubiese escrito, a lo que de hecho no prestaba la menor atención, sino el cómo las lineas se torcían y se cruzaban, cómo las palabras tan pronto resultaban ridículamente alargadas como alborotadas sobre sí mismas, y, y esto era lo que más le gustaba, cómo las palabras acababan precipitándose, sorprendidas, por los bordes de las hojas.
Cuando caminaba por las calles, andaba ensimismado buscando trozos de ladrillo, los cuales guardaba en una bolsa y una vez en casa limaba y pintaba de los más variados colores. Su colección abarcaba ya toda una estantería, dispuestos sin orden aparente, y por las tardes le gustaba ir cogiéndolos uno a uno tratando de recordar dónde los había encontrado. Cuando no podía dedicarse a ello lo echaba de menos, y esto ocurría muy a menudo, ya que era viajante, un viajante que vendía maquinaria agrícola, y que con una maleta repleta de folletos arrugados y catálogos obsoletos recorría las ciudades más recónditas del mapa. En los hoteles, al caer la tarde, él se quedaba sentado, lo más cerca posible del teléfono y la puerta, la televisión siempre apagada, la chaqueta puesta, y esperaba una llamada, una llamada que sabía imposible, pero que no obstante seguía esperando porque ya no se le ocurría qué otra cosa podía hacer.
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