
Sin embargo, ahora todo había comenzado a cambiar. Ahora, una vez atada, los antebrazos fuertemente amarrados a los tobillos, la cintura compartiendo tramo de cuerda con muslos y antebrazos, su pelo, tan rojo y tan largo, anudado al cabecero, él se levantaba, salía, traía objetos, y se los insertaba. Le gustaba, sí, pero no era lo que ella quería, no con él. Y así hasta que por fín, una noche, él la dañó. Le gustaba, también, pero no era lo que ella quería, no con él. El le hizo daño y luego, cuando el deseo se desbordaba, le dió media vuelta y se deshizo sobre su pelo, notó el líquido caliente impregnando su melena, los genitales rozando su nuca. Por vez primera, llegó ese momento y sus ojos no se miraron. Y ella conocía muy bien aquel comportamiento: aquello había dejado de ser un juego a dos, había dejado de ser amor, y ahora él jugaba sólo. Ella le había abierto la puerta de su mundo y ahora él ya pensaba que era suyo. Y no, no era suyo, de hecho no tenía ni idea de dónde estaba. Ni idea.
No obstante, esta vez decidió actuar de forma diferente a como lo había hecho antes, con los otros. Decidió no salir corriendo, decidió no hacérselo pagar. Decidió no hacer nada, tan sólo por una vez siquiera ser normal, y hacer lo que hace todo el mundo, vivir encadenada a sus cicatrices, enganchada a remedios caseros para el dolor, respirando a través de las heridas. Así que aquella noche se pintó a conciencia, dispuso sobre la cama su mejor conjunto de latex, y se entregó con un esmero que bien podría confundirse con deleite a la tarea de rasurar el vello carmesí de su pubis.