Se enfada porque me pide que la agarre del pelo y la llame puta y le digo que no. Se enfada, se tumba dándome la espalda, y cuando le pongo la mano en el hombro se levanta y entra en el baño dando un portazo. No es que yo tenga nada en contra de tales prácticas, todo lo contrario, aquí se han llegado a utilizar materiales que requerían de una concienzuda esterilización previa, y alguna mañana, al volver la vista atrás, hubiera podido afirmar que esto se asemejaba más al escenario de un crimen que a un lugar de descanso. Pero en esta ocasión no me ha parecido que estuviese ante un jugar o un experimentar, sino ante un darse una bofetada con la mano de otro, y al imaginar el final de la escena no he visto una sonrisa cómplice sino una lágrima, una mujer desnuda llorando, el infierno.
Me levanto y voy hasta la puerta del baño.
- ¿Estás bien?
- Déjame en paz.
Si estuviésemos inmersos en una larga relación se le podría encontrar a todo esto alguna explicación, cuando un silencio significa un reproche, cuando un gesto torcido adelanta un vaticinio. Pero apenas nos conocemos desde hace cuatro horas, aún no es tiempo de conjeturas. No entiendo nada, y lo que de verdad me apetecería ahora es vestirme y largarme, pero no parece lo más inteligente dado que estamos en mi casa.
- Venga, sal y te doy una patada en la rodilla si quieres.
Pego el oído a la puerta. Nada.
- O asoma los dedos y te los pillo con la puerta, va.
Nada. También se me ocurre que quizás haya malinterpretado las señales, claro. Que tal vez me encuentre ante una persona que ha necesitado reunir todo su valor para pedir lo que quería, ante lo cual yo, siendo como no soy, la he tratado como la habría tratado cualquiera. Y de repente me pica la espalda y no me apetece otra cosa que hundir la cabeza en la pared, y no sé si es porque estamos en Diciembre o porque me siento la mar de decepcionante. Ella ha puesto todo lo que tenía y yo no he puesto nada. Y me siento en deuda, una deuda que no se paga con dinero de otro. Así que me siento y apoyo la cabeza contra la puerta. Y luego le cuento lo del accidente.
lunes, diciembre 26, 2011
jueves, marzo 10, 2011
Lovesong
Me despierta el sonido de la alarma del teléfono. Sin embargo, según voy recuperando la consciencia me doy cuenta de que lo que suena no es la alarma sino una llamada. Cojo el teléfono, para ver quién llama, y el telefono me dice que quien llama es ella. Suelto el teléfono, aterrado. Los ojos como platos, el corazón a doscientos. ¿Qué demonios pasa aquí? Respiro profundamente, vuelvo a mirar el teléfono, y no, lo que suena no es una llamada, sino la alarma. La apago. Poco a poco me voy calmando y me convenzo de que el paso del sueño a la vigilia me ha jugado una mala pasada, nada más. Miro alrededor y no reconozco nada. Es lo que siempre me pasa, a pesar de que llevo casi diez años despertando regularmente en el mismo sitio. Más tranquilo, voy reestableciendo mis coordenadas espaciales. Ahí la puerta, a la derecha el baño, a la izquierda un pasillo, luego el salón. Me incorporo y miro el reloj. Las diez. Voy hasta el salón, luego hasta el equipo, pongo un disco, me dirijo al baño, me lavo la cara y vuelvo a la habitación. Miro el reloj. Las once. No puede ser. Eran las diez no hace ni cinco minutos. Pero no oigo música, y el disco que acabo de poner debería seguir sonando. A no ser que haya pasado una hora. Algo no va bien. Algo no va nada bien. Vuelvo corriendo al baño y me examino antebrazos y muslos. Nada. Apoyo la cabeza contra la pared más cercana y doy varios golpes. Piensa, piensa, piensa. La angustia me cierra la garganta. Piensa, piensa. Vuelvo al salón, pongo otro disco, extiendo la alfombra y me dispongo a hacer mi tabla de ejercicios matinal. Esto debería ayudar. La tabla se fundamenta en ejercicios de pocas repeticiones y gran intensidad, con especial atención al apartado postural, organizados a partir de varios módulos. El primero trabaja el tercio medio, los siguientes el tren superior e inferior, vuelta al tercio medio, y un último módulo dedicado a estiramientos. Total, alrededor de media hora. La inquietud me impide respirar con facilidad, lo cual dificulta determinadas maniobras, pero acabo completando el programa sin mayor problema. Recojo la alfombra y voy al baño a darme una ducha. Estoy mucho más calmado, pero aún así evito mirarme al espejo, evito mirar hacia la ventana y cuando entro en la ducha evito mirar el sumidero. Dejo que el agua caiga directamente sobre mi cara, mientras lentamente recupero el aliento. Luego abandono el baño y vuelvo a la habitación. Miro el reloj. Las doce. No puede ser. Eran las diez no hace ni cinco minutos. Pero no oigo música, y el disco que he puesto debería seguir sonando. A no ser que hayan pasado dos horas. Algo no va bien. Algo no va nada bien. Vuelvo corriendo al baño.
viernes, diciembre 31, 2010
Unos zapatos negros
La voz que sale de los altavoces sentencia: "once more the sound of crying is number one across the earth", y mi vista, dueña de sí misma, se eleva sobre el libro que estoy leyendo y queda fijada en ese pobladísimo espacio que habita entre la lectura y ninguna parte. Entonces, vete a saber por qué, me da por pensar en la colección de oxfords de Marta. Le recuerdo unos bicolor, en crema y marrón, que solía ponerse en días nublados. Estos zapatos se llevan con paraguas, decía. Recuerdo también unos burgundy con doble hebilla y punta cepillada que le gustaba llevar con unos pantalones de espiga grises cogidos justo por encima del tobillo. Y recuerdo sobre todo aquellos Church's en negro pulido, unos zapatos espectaculares, de verdad preciosos. Diana, que estos días se dedica a aprender a hacer punto, repara en mi presencia ensimismada, suelta las agujas y pregunta.
- ¿En qué piensas?
- En zapatos.
- ¿No tienes suficientes?
Pienso en los pies de Marta. Una mujer muy alta, piernas infinitas, pies grandes. Pienso también en los de Diana, siempre descalza en casa, pies finos y suaves pero de tendones poderosos, de nadadora experta. Y luego pienso en los de ella, y recuerdo un día en la playa, ella corriendo delante de mí y salpicandome de arena. Pero en realidad no sabría decir si es un recuerdo o el recuerdo de una fantasía. Cada vez me pasa más a menudo. Miro una fotografía y pienso que fue tomada un día determinado, y recuerdo el día entero, un viaje, unas vacaciones, una boda. Pero al final no estoy seguro de si ese viaje fue así, de si esas vacaciones existieron, de si alguna vez fuimos juntos a una boda. Y así todo. El verdadero dolor llega cuando ya no recuerdas qué era exactamente lo que te dolía. Se llama vacío. Estamos a 31 de Diciembre y aún no he roto nada. Feliz año.
- ¿En qué piensas?
- En zapatos.
- ¿No tienes suficientes?
Pienso en los pies de Marta. Una mujer muy alta, piernas infinitas, pies grandes. Pienso también en los de Diana, siempre descalza en casa, pies finos y suaves pero de tendones poderosos, de nadadora experta. Y luego pienso en los de ella, y recuerdo un día en la playa, ella corriendo delante de mí y salpicandome de arena. Pero en realidad no sabría decir si es un recuerdo o el recuerdo de una fantasía. Cada vez me pasa más a menudo. Miro una fotografía y pienso que fue tomada un día determinado, y recuerdo el día entero, un viaje, unas vacaciones, una boda. Pero al final no estoy seguro de si ese viaje fue así, de si esas vacaciones existieron, de si alguna vez fuimos juntos a una boda. Y así todo. El verdadero dolor llega cuando ya no recuerdas qué era exactamente lo que te dolía. Se llama vacío. Estamos a 31 de Diciembre y aún no he roto nada. Feliz año.
miércoles, noviembre 17, 2010
Whatever words I say, I will always love you
Hago así con los brazos y de repente me siento estúpido, mediocre, muy mayor. La chica que baila conmigo no piensa igual, mira qué bien, y celebra la maniobra levantando una mano y pegando un grito. Woohoo. Luego mueve las caderas de derecha a izquierda y de izquierda a derecha con una cadencia exquisita, y de inmediato decido que preferiría morirme ahora mismo a no acabar con ella esta noche. Se acerca y nos miramos a los ojos, y sonreímos y bajamos la cabeza, y volvemos a subirla y de nuevo nos miramos, pero ya no sonreímos, y luego nos besamos, un beso de amanecer torpe, de narices desacompasadas y ojos abiertos.
- Sabes a kikos.
- Tú sabes a patatas fritas.
- Dicen que en los bares ponen frutos secos para que tengamos sed y bebamos más.
- Eso dicen.
A continuación se produce un silencio incómodo, como de reproche.
- Tengo chicles, ¿quieres uno?
- Vale.
Después me cuenta que le acaba de salir un papel humilde en minutaje pero de capital importancia. Que se acuesta con el protagonista, una escena muy tórrida, luego no quiero problemas, eso le han dicho, y después se levanta de la cama y se acerca al baño desnuda y el público al verle el culo de repente lo entiende todo, a la vez que lo hace también el protagonista. Pues está muy bien, le digo, y ella asiente. Sí que está bien. Luego me cuenta que desde su ventana se ve el dormitorio de un chaval que se masturba mucho, y me cuenta no sé qué de unas becas, y también me dice que lo que más le gusta de mí es que sé escuchar, lo cual es mentira pero me lo callo, que tampoco es cuestión de llevarle la contraria. Y algo más tarde, mientras juego a revolver a soplidos el discreto vello rubio que se le eriza en el remate de la columna dorsal, se me ocurre que quizás alcancé demasiado joven ese punto en el que uno comienza a arrastrar más entierros que bautizos, y de paso concluyo que hay algo en mí que me haría el candidato perfecto para un buen programa de protección de testigos.
- Sabes a kikos.
- Tú sabes a patatas fritas.
- Dicen que en los bares ponen frutos secos para que tengamos sed y bebamos más.
- Eso dicen.
A continuación se produce un silencio incómodo, como de reproche.
- Tengo chicles, ¿quieres uno?
- Vale.
Después me cuenta que le acaba de salir un papel humilde en minutaje pero de capital importancia. Que se acuesta con el protagonista, una escena muy tórrida, luego no quiero problemas, eso le han dicho, y después se levanta de la cama y se acerca al baño desnuda y el público al verle el culo de repente lo entiende todo, a la vez que lo hace también el protagonista. Pues está muy bien, le digo, y ella asiente. Sí que está bien. Luego me cuenta que desde su ventana se ve el dormitorio de un chaval que se masturba mucho, y me cuenta no sé qué de unas becas, y también me dice que lo que más le gusta de mí es que sé escuchar, lo cual es mentira pero me lo callo, que tampoco es cuestión de llevarle la contraria. Y algo más tarde, mientras juego a revolver a soplidos el discreto vello rubio que se le eriza en el remate de la columna dorsal, se me ocurre que quizás alcancé demasiado joven ese punto en el que uno comienza a arrastrar más entierros que bautizos, y de paso concluyo que hay algo en mí que me haría el candidato perfecto para un buen programa de protección de testigos.
martes, octubre 26, 2010
Ahora no me irás a montar una escena
Ultimamente apenas despierto sobresaltado. Supongo que estaré pasando una mala racha. Ultimamente apenas me asalta ningún recuerdo, en ocasiones me pregunto si debería sacarme el carnet de conducir, y en general he de reconocer que vengo encontrando solaz en las más estúpidas rutinas de la vida. Supongo que estaré deprimido. Ayer fuimos al cine, y después nos tomamos dos coca-colas mientras comentábamos la jugada, y luego me metí en la cama más contento que unas castañuelas. Más tarde, en silencio y a oscuras, llegué a la conclusión de que casi todos los que considero los momentos más preciados de mi vida tienen algo que ver con el fracaso. Que los éxitos los he vivido siempre como si fuesen de otro, como si fuese un espectador, y que menudo desperdicio. Luego me acordé de aquella preciosidad que bailaba el True Blue en lo alto de una escalera, y también de aquel breve encuentro con un ángel, cuando atravesaba uno de los peores momentos de mi vida y un ángel se acercó y me puso la mano en un hombro y me dijo "¡no te preocupes, todo va a salir bien!" y luego me dijo "¡soy de Murcia!" y mientras se alejaba me lanzó un cinematográfico beso con la mano. En eso estuve pensando, en el True Blue de Madonna y en un ángel de Murcia, qué tontería. El problema es que pensé tan fuerte que desperté a Diana.
- ¿Qué dices?
- Nada. Sigue durmiendo.
Esta mañana he salido pronto de casa resuelto a finiquitar unos trámites mundanos, y al cerrar la puerta he visto allí pegada una nota amarilla, un post-it con un escueto "te quiero" escrito en minúsculas. No era la letra de Diana, eso seguro, así que he empezado a preguntarme la identidad del remitente. He pensado en la chica de los del tercero, que ha resultado ser un bombón, y con la que hace unos días estuve de risas en la cola del supermercado. Ahí tendríamos un problema. He pensado en la mujer del dentista, entregada de un tiempo a esta parte a los graves peligros de lo ambiguo. Y también he pensado en la chica de la inmobiliaria, o la gestoría, o lo que sea, que vuelve a saludarme cuando nos encontramos en el ascensor. Y así he pasado media hora, pensando en ésta y en aquella, y no ha sido hasta entonces, tras media hora de elucubraciones, cuando por primera vez se me ha ocurrido que quizás la nota no fuese para mí.
- ¿Qué dices?
- Nada. Sigue durmiendo.
Esta mañana he salido pronto de casa resuelto a finiquitar unos trámites mundanos, y al cerrar la puerta he visto allí pegada una nota amarilla, un post-it con un escueto "te quiero" escrito en minúsculas. No era la letra de Diana, eso seguro, así que he empezado a preguntarme la identidad del remitente. He pensado en la chica de los del tercero, que ha resultado ser un bombón, y con la que hace unos días estuve de risas en la cola del supermercado. Ahí tendríamos un problema. He pensado en la mujer del dentista, entregada de un tiempo a esta parte a los graves peligros de lo ambiguo. Y también he pensado en la chica de la inmobiliaria, o la gestoría, o lo que sea, que vuelve a saludarme cuando nos encontramos en el ascensor. Y así he pasado media hora, pensando en ésta y en aquella, y no ha sido hasta entonces, tras media hora de elucubraciones, cuando por primera vez se me ha ocurrido que quizás la nota no fuese para mí.
jueves, julio 29, 2010
Manos arriba, esto es un atraco
Ayer estuve sentado a una mesa llena de gilipollas. Probablemente ellos pensaban lo mismo de mí, pero eso no cambia mucho las cosas. Un gilipollas pidió un batido de vainilla, otro un zumo de pera y el resto pidieron otras cosas. Y mientras daban cuenta de sus meriendas los gilipollas mantenían acaloradas discusiones sobre lo que denominaban los males endémicos del mercado laboral, para a continuación pasar a avanzar sus inminentes vacaciones en hoteles con piscina en primera linea de playa. Así de gilipollas. Yo en esas situaciones me pongo muy nervioso, y rompo palillos y elaboro retorcidísimos fractales con servilletas y digo cosas en extremo inapropiadas. En esta ocasión me dio por narrar, con pelos y señales, con demasiados pelos y señales, la bonita historia del despertar al amor homosexual de dos hombres maduros, en un relato que incluyó en hasta cinco ocasiones la palabra esperma. Así que cuando me levanté de la mesa todos me odiaban casi tanto como yo a ellos. Bueno, todos no. Diana no me odiaba. Diana, mientras nos alejábamos, apoyaba su cabeza en mi brazo, y lo agarraba con fuerza, y luego me tomaba de la mano y la balanceaba como si esto fuese Paris, Paris en domingo, un domingo de mayo. Y me miraba y sonreía, y me volvía a mirar y volvía a sonreír.
- ¿¡Qué!?
- Nada.
Cuando le abro la puerta del supermercado o le canto "Are You Lonesome Tonight" después de cenar, Diana me quiere un poco. Pero cuando hago el ridículo, cuando meto la pata, entonces me quiere con locura. Si le regalo un bolso me quiere un rato, si monto una bronca con un taxista me saca el alma a besos. Si le salvase la vida a una anciana me daría un abrazo, si me cayese por las escaleras y me partiese la clavícula me pediría un hijo. Tengo la sensación de que me quiere bien, pero por razones completamente equivocadas. ¿Es eso conveniente? ¿Es eso bueno? Yo no lo sé. Lo que sé es que me siento como si hubiese metido un gol con la mano.
- ¿¡Qué!?
- Nada.
Cuando le abro la puerta del supermercado o le canto "Are You Lonesome Tonight" después de cenar, Diana me quiere un poco. Pero cuando hago el ridículo, cuando meto la pata, entonces me quiere con locura. Si le regalo un bolso me quiere un rato, si monto una bronca con un taxista me saca el alma a besos. Si le salvase la vida a una anciana me daría un abrazo, si me cayese por las escaleras y me partiese la clavícula me pediría un hijo. Tengo la sensación de que me quiere bien, pero por razones completamente equivocadas. ¿Es eso conveniente? ¿Es eso bueno? Yo no lo sé. Lo que sé es que me siento como si hubiese metido un gol con la mano.
martes, junio 08, 2010
Todo lo que quieras
- ¿Cómo que no?
- Pues eso, que no.
- ¿Y se puede saber por qué?
- Para empezar, porque tengo por norma no liarme con nadie que vaya más borracho que yo.
- Yo no estoy borracha.
- Has tirado dos copas.
- Se me resbalan.
- Ya.
- Venga, te dejo que me hagas lo que quieras.
- Muy amable, pero no, gracias.
- Todo lo que quieras.
- Gracias, pero no.
- Pero no me puedes rechazar, ¡soy famosa!
Me llevo la mano al bolsillo y finjo que me vibra el teléfono. Disculpa, tengo que coger esta llamada, digo, y me alejo con el móvil pegado a la oreja, fingiendo que alguien me habla. Una vez fuera del bar, apoyo la espalda en una pared, resoplo y guardo el teléfono. Luego lo vuelvo a sacar y llamo a Marta. Hola, hola, qué tal, qué tal.
- Vaya sorpresa. ¿Cuánto hacía que no hablábamos, seis meses?
- ¿Tanto?
- Tanto. Ahí será tardísimo, ¿no? ¿Qué hora es, las cuatro?
- Las dos. Es que estoy en un bar, y me estaba agobiando y he salido y he pensado en llamarte.
- Agobiado, ya. ¿Y cómo se llama el agobio? ¿La conozco?
- Pues a lo mejor sí, dice que es famosa. A mí no me suena.
La borracha sale del bar y con dos certeros movimientos de tobillo se saca los zapatos de tacón. Luego se agacha y los recoge. Va de la mano de un tío que viste una camisa espantosa, de esas azules con el cuello y los puños blancos. Detienen un taxi y se suben. Ella baja la ventanilla, y cuando el taxi arranca repara en mi presencia, apoyado en la pared, el teléfono en la mano. Nos miramos, y por un instante tengo la absoluta certeza de que me va a sacar un dedo y me va dedicar un jódete o un tú te lo pierdes o algo así. En cambio, lo que hace es bajarse un tirante del vestido y enseñarme un pecho. Me echo a reír.
- ¿Qué pasa?
- La famosa. Se ha subido a un taxi y me ha enseñado las tetas.
- Qué guarra. Venga, cuelga, que esto te va a salir por un ojo.
- Vale. Sólo una cosa más. Oye, ¿tú piensas que la culpa de todo fue exclusivamente mía?
- No sé, ¿tú qué piensas?
- Yo pienso que sí.
- Sí. Yo también.
- Pues eso, que no.
- ¿Y se puede saber por qué?
- Para empezar, porque tengo por norma no liarme con nadie que vaya más borracho que yo.
- Yo no estoy borracha.
- Has tirado dos copas.
- Se me resbalan.
- Ya.
- Venga, te dejo que me hagas lo que quieras.
- Muy amable, pero no, gracias.
- Todo lo que quieras.
- Gracias, pero no.
- Pero no me puedes rechazar, ¡soy famosa!
Me llevo la mano al bolsillo y finjo que me vibra el teléfono. Disculpa, tengo que coger esta llamada, digo, y me alejo con el móvil pegado a la oreja, fingiendo que alguien me habla. Una vez fuera del bar, apoyo la espalda en una pared, resoplo y guardo el teléfono. Luego lo vuelvo a sacar y llamo a Marta. Hola, hola, qué tal, qué tal.
- Vaya sorpresa. ¿Cuánto hacía que no hablábamos, seis meses?
- ¿Tanto?
- Tanto. Ahí será tardísimo, ¿no? ¿Qué hora es, las cuatro?
- Las dos. Es que estoy en un bar, y me estaba agobiando y he salido y he pensado en llamarte.
- Agobiado, ya. ¿Y cómo se llama el agobio? ¿La conozco?
- Pues a lo mejor sí, dice que es famosa. A mí no me suena.
La borracha sale del bar y con dos certeros movimientos de tobillo se saca los zapatos de tacón. Luego se agacha y los recoge. Va de la mano de un tío que viste una camisa espantosa, de esas azules con el cuello y los puños blancos. Detienen un taxi y se suben. Ella baja la ventanilla, y cuando el taxi arranca repara en mi presencia, apoyado en la pared, el teléfono en la mano. Nos miramos, y por un instante tengo la absoluta certeza de que me va a sacar un dedo y me va dedicar un jódete o un tú te lo pierdes o algo así. En cambio, lo que hace es bajarse un tirante del vestido y enseñarme un pecho. Me echo a reír.
- ¿Qué pasa?
- La famosa. Se ha subido a un taxi y me ha enseñado las tetas.
- Qué guarra. Venga, cuelga, que esto te va a salir por un ojo.
- Vale. Sólo una cosa más. Oye, ¿tú piensas que la culpa de todo fue exclusivamente mía?
- No sé, ¿tú qué piensas?
- Yo pienso que sí.
- Sí. Yo también.
viernes, mayo 28, 2010
Rozaduras
Cuando mi hija venía a visitarme al hospital le gustaba jugar a hacerse pasar por otros. Su abuela la traía de la mano, la soltaba cuando llegaba a la puerta, ella se quedaba fuera, y la niña entraba corriendo y empezaba la función. Cuando me encontraba en buen estado, sentado, leyendo, jugaba a hacerse pasar por otras personas de su entorno. Soy la profesora, decía, y hablando muy despacio me explicaba la forma correcta de lavarse los dientes. Soy la enfermera, decía, y hacía como que barría la habitación, y yo le decía tonta, que las enfermeras no barren, y ella se reía desconfiada. En cambio, cuando me encontraba en mal estado, las muñecas atadas con correas a los laterales de la cama, un tubo asomando por la boca, siempre se hacía pasar por objetos inanimados. Soy una ventana muy muy alta y me baña un señor subido en un columpio. Un día dijo que era un espejo, y se subió encima, imitándome, los brazos en cruz y la boca entreabierta, mirándome a los ojos, muy seria (¡pierde el primero que se ría!), y por un instante tuve la certeza de que, efectivamente, estaba frente a un espejo, un espejo mágico que sólo reflejaba las cosas buenas. Algo así como un filtro bondadoso. Algo así como un milagro.
Ahora, cuando me llama por teléfono, casi siempre dedica los primeros minutos de conversación a hacerse pasar por alguien. Buenas tardes, le llamamos de la web tetas enormes culos inmensos para agradecerle sus numerosas visitas. Cosas así. Y yo le sigo el juego y al final siempre acabamos riéndonos, aunque en realidad a mi todo eso me parte el corazón, porque siempre acabo acordándome de aquel día en que le dije que la culpa de todo era suya, aquel día en el que si en el mundo hubiese justicia alguien habría entrado de inmediato en la habitación para hacerme tragar esas y todas las palabras existentes, todas las que ya se han dicho y todas las que queden por decir. No debería de acordarme, estaba atiborrado de medicamentos, pero me acuerdo. Ella no debería de acordarse, sólo tenía cinco años, pero se acuerda. Cómo no se va a acordar.
Hace un par de semanas pasamos unos días juntos. Fuimos a cenar al restaurante mejicano de Lychener, y luego estuvimos tomando una copa en un bar cercano. Y allí, acodados en la barra, hablando de nuestras cosas, ella moviendo un pie al ritmo de la música, pensé: joder, qué raro es todo esto, y qué raro es todo siempre.
Ahora, cuando me llama por teléfono, casi siempre dedica los primeros minutos de conversación a hacerse pasar por alguien. Buenas tardes, le llamamos de la web tetas enormes culos inmensos para agradecerle sus numerosas visitas. Cosas así. Y yo le sigo el juego y al final siempre acabamos riéndonos, aunque en realidad a mi todo eso me parte el corazón, porque siempre acabo acordándome de aquel día en que le dije que la culpa de todo era suya, aquel día en el que si en el mundo hubiese justicia alguien habría entrado de inmediato en la habitación para hacerme tragar esas y todas las palabras existentes, todas las que ya se han dicho y todas las que queden por decir. No debería de acordarme, estaba atiborrado de medicamentos, pero me acuerdo. Ella no debería de acordarse, sólo tenía cinco años, pero se acuerda. Cómo no se va a acordar.
Hace un par de semanas pasamos unos días juntos. Fuimos a cenar al restaurante mejicano de Lychener, y luego estuvimos tomando una copa en un bar cercano. Y allí, acodados en la barra, hablando de nuestras cosas, ella moviendo un pie al ritmo de la música, pensé: joder, qué raro es todo esto, y qué raro es todo siempre.
lunes, mayo 03, 2010
Los amores mal curados y lo inevitable
Sobre la mesa hay varias tazas de café y un tarro con azucar. En el suelo hay un niño que juega a unir grandes piezas de goma espuma. Disfrutamos de la escasa exigencia de los momentos de ocio y participamos de conversaciones cruzadas que versan en su mayor parte sobre la idea del recuerdo. Las sonrisas son sinceras y los esfuerzos mínimos. En un momento dado Martina pide la palabra y sofoca una sonrisa y luego me pregunta si me acuerdo de aquello que hice para Calvin Klein. Todos me miran con interés. Sin perder la sonrisa respondo: ¿Calvin Klein? Yo no he hecho nada para Calvin Klein. Martina me mira, divertida, como si esperase un guiño de complicidad. Joder, Marti, que yo no he hecho nada para Calvin Klein. Miro alrededor y nadie parece creerme, lo cual me pone de muy mal humor.
Entonces oigo un chirrido estruendoso, como de tren frenando en una vía llena de piedras. Cuando el ruido se difumina estoy de pie en una habitación con las paredes cubiertas de telas. Estoy desnudo y abrazo a una muchacha que también está desnuda, salvo porque viste unos calzoncillos de hombre. Me abraza al tiempo que intenta que el roce sea lo más leve posible. No hay el menor cariño en el abrazo, tan sólo la intención de ocultar nuestra desnudez del objetivo de un fotógrafo que nos grita: ¡no expreseis nada, soy perfectos, no teneis sentimientos!
Entonces oigo otro chirrido, otro chirrido estruendoso. Y cuando vuelve el silencio estoy de pie en una habitación con las paredes cubiertas de telas. Delante de mí hay dos chavales abrazados. El está desnudo y ella lleva unos calzoncillos de hombre. Estoy de muy mal humor, porque ella es novata y está muy nerviosa y me temo que acabaremos perdiendo todo el día. Intento explicarles lo que quiero. Quiero que no muestren nada, que parezcan indescifrables, inalcanzables, de otra especie. Pero no va a servir de nada. Veo que vamos a perder todo el día.
Entonces oigo un chirrido. Luego el chirrido desaparece. Ahora la luz entra por una ventana. En la mesa varias tazas de café. En el suelo un niño jugando sólo. Mi enfado va en aumento. ¡Joder, que yo no he hecho nada para Calvin Klein!, grito. Todos me miran sorprendidos. ¿Calvin Klein? ¿Qué dices de Calvin Klein? ¿Qué te pasa, cariño? No entiendo nada. Me siento desorientado. Entonces suena un chirrido. Un chirrido estruendoso. Como de tren frenando en una vía llena de piedras. Cierro los ojos y cuando los vuelvo a abrir lo que hay, efectivamente, es exactamente eso. Un tren que descarrila. Ni más ni menos.
Entonces oigo un chirrido estruendoso, como de tren frenando en una vía llena de piedras. Cuando el ruido se difumina estoy de pie en una habitación con las paredes cubiertas de telas. Estoy desnudo y abrazo a una muchacha que también está desnuda, salvo porque viste unos calzoncillos de hombre. Me abraza al tiempo que intenta que el roce sea lo más leve posible. No hay el menor cariño en el abrazo, tan sólo la intención de ocultar nuestra desnudez del objetivo de un fotógrafo que nos grita: ¡no expreseis nada, soy perfectos, no teneis sentimientos!
Entonces oigo otro chirrido, otro chirrido estruendoso. Y cuando vuelve el silencio estoy de pie en una habitación con las paredes cubiertas de telas. Delante de mí hay dos chavales abrazados. El está desnudo y ella lleva unos calzoncillos de hombre. Estoy de muy mal humor, porque ella es novata y está muy nerviosa y me temo que acabaremos perdiendo todo el día. Intento explicarles lo que quiero. Quiero que no muestren nada, que parezcan indescifrables, inalcanzables, de otra especie. Pero no va a servir de nada. Veo que vamos a perder todo el día.
Entonces oigo un chirrido. Luego el chirrido desaparece. Ahora la luz entra por una ventana. En la mesa varias tazas de café. En el suelo un niño jugando sólo. Mi enfado va en aumento. ¡Joder, que yo no he hecho nada para Calvin Klein!, grito. Todos me miran sorprendidos. ¿Calvin Klein? ¿Qué dices de Calvin Klein? ¿Qué te pasa, cariño? No entiendo nada. Me siento desorientado. Entonces suena un chirrido. Un chirrido estruendoso. Como de tren frenando en una vía llena de piedras. Cierro los ojos y cuando los vuelvo a abrir lo que hay, efectivamente, es exactamente eso. Un tren que descarrila. Ni más ni menos.
jueves, abril 15, 2010
La farmacia de Ursula Bogner
Yo no estoy acostumbrado a que las cosas vayan a esta velocidad. Yo así me aburro. Y no hablo de un aburrimiento de los de empezar a buscar a tu padre biológico, hablo de un aburrimiento de los de meterte veinte kilos de explosivo debajo de la camisa. No es por dármelas de nada, pero a mí siempre me han pasado cosas. Muchas, y no todas me las he buscado ni las merecía. Desde que tengo uso de razón, si es que alguna vez lo he tenido, me he visto lidiando sin descanso con la exigencia, la expectativa, el éxito y el drama. Pero ahora va todo demasiado despacio. Hace unos días, al caer la tarde, bajé al supermercado, compré una pizza, subí a casa, cené, vi una película y me acosté. Al día siguiente, al caer la tarde, baje al supermercado, compré pan y embutido, subí a casa, cené, vi una película y me acosté. Y a las cuatro de la mañana desperté, los ojos como platos, y exclamé: oh, Dios mío. No es fácil hacerse pasar por zapato cuando siempre fuiste rueda.
Ayer vinieron a casa Sebas y su chica, y JM y la suya, y celebramos una cena de tres parejas con comida china y mucho vino, una cosa muy de treintañeros. En el transcurso de la misma, la chica de JM nos narró, con su habitual simpatía, escenas cotidianas de su lugar de trabajo, y Sebas nos habló de una chica de ojos azules natural de Coslada y de un director de cine medio imbécil. Más tarde, como sucede siempre, cada conversación fue convirtiéndose en dos y a veces hasta tres. Se estaba a gusto. En un momento dado entré en la cocina para rellenar la cubitera, y detrás entró la chica de Sebas. Se puso a mi lado y me dio un codazo amistoso.
- ¿Qué tal, forastero?
- Ya ves, aquí picando hielo.
- Hace mucho que no hablamos, tú y yo.
- Sí que hace, sí. ¿Tú qué tal estás?
- Yo bien, pero a tí te veo raro.
- ¿Raro?
- Sí, no sé, distinto.
- ¿Distinto?
- Sí. Distinto. No sé cómo explicarlo. Como... inofensivo.
Inofensivo. Exacto. Ahí lo tienen. Si quieren ya pueden presentarme a sus hermanas. A las diez en punto estarán de vuelta en casa. Si quieren salir a cenar me pueden dejar al cuidado de sus hijos. Les ayudaré con los deberes y les obligaré a lavarse las manos antes de cenar. Inofensivo. Exacto. Ahí lo tienen.
Ayer vinieron a casa Sebas y su chica, y JM y la suya, y celebramos una cena de tres parejas con comida china y mucho vino, una cosa muy de treintañeros. En el transcurso de la misma, la chica de JM nos narró, con su habitual simpatía, escenas cotidianas de su lugar de trabajo, y Sebas nos habló de una chica de ojos azules natural de Coslada y de un director de cine medio imbécil. Más tarde, como sucede siempre, cada conversación fue convirtiéndose en dos y a veces hasta tres. Se estaba a gusto. En un momento dado entré en la cocina para rellenar la cubitera, y detrás entró la chica de Sebas. Se puso a mi lado y me dio un codazo amistoso.
- ¿Qué tal, forastero?
- Ya ves, aquí picando hielo.
- Hace mucho que no hablamos, tú y yo.
- Sí que hace, sí. ¿Tú qué tal estás?
- Yo bien, pero a tí te veo raro.
- ¿Raro?
- Sí, no sé, distinto.
- ¿Distinto?
- Sí. Distinto. No sé cómo explicarlo. Como... inofensivo.
Inofensivo. Exacto. Ahí lo tienen. Si quieren ya pueden presentarme a sus hermanas. A las diez en punto estarán de vuelta en casa. Si quieren salir a cenar me pueden dejar al cuidado de sus hijos. Les ayudaré con los deberes y les obligaré a lavarse las manos antes de cenar. Inofensivo. Exacto. Ahí lo tienen.
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