martes, julio 28, 2009

Júpiter

- ¿Cómo que no te puedo tocar?
- Pues eso, que yo os miro pero no me podeis tocar.
- ¿Desnuda?
- Sí, pero no me podeis tocar.
- ¿Y tu amiga está de acuerdo?
- Ya lo hemos hecho antes.

(...)

Me echo a un lado, me tumbo boca arriba, resoplo, y antes de que pueda decir nada, un halago para su estupenda cabellera negra o un comentario jocoso que ayude a aligerar la atmósfera, no me da tiempo a decidirlo, se levanta a toda prisa, recoge sus cosas, el pantalón estampado, la camiseta negra de tirantes, unas sandalias, la ropa interior azul, las gafas sobre la mesilla, y se mete en el baño. Su amiga, sentada junto al quicio de la puerta, exhausta, un mechón de pelo empapado atravesándole el rostro, se levanta y se tumba a mi lado.
- ¿Te has enterado de lo de Júpiter?
- ¿Qué pasa con Júpiter?
- Que un meteorito ha caído sobre su superficie y ha dejado un cráter del tamaño de la tierra.
- No me digas.
- Lo han visto los chinos con el telescopio.
- Ya.
- Dicen que un impacto así podría llegar a modificar su órbita.
- ¿Los chinos?
- Los científicos. También dicen que eso podría causar un efecto en cadena que destruyese todos los planetas de la Vía Lactea en menos de un año.
- Pues qué mal.
- Fatal.
- Mal rollo.
- Sí. Mal rollo.

miércoles, julio 22, 2009

Podría ser tan sencillo...

Camino junto a Sebas en dirección a un bar mientras ponemos a parir a un tercero no presente, el viejo truco de reforzar una amistad a través de la identificación de odios compartidos, cuando al otro lado de la calle, una calle habitual, divisamos a una vieja amiga. Sebas alza la mano y grita ¡hola!, y ella alza las dos manos y grita ¡hola-hola!, y yo levanto las dos manos y doy un salto y grito ¡hola-hola-hola! Y después corro hacia ella con los brazos en alto, haciendo el ganso, esperando que al llegar a su altura ambos saltemos y choquemos nuestros torsos como los jugadores de la NBA, de acuerdo, idea estúpida donde las haya, por Dios, es una señorita, pero da igual porque antes de llegar mido mal y tropiezo con un bordillo y voy a dar con mis huesos en el suelo en una de esas caídas que te muestran a las claras que ya no tienes veinte años. Aunque lo realmente excepcional del percance reside en que en los instantes que van del trastabille al porrazo experimento algo muy similar a lo que experimentas al morirte, que por si no lo saben nada tiene que ver con túneles iluminados o antepasados en actitud cariñosa, sino más bien con agitar una botella de champán y descorcharla haciendo brotar un descontrol de pensamientos inconexos de lo más variado. Y así, vete a saber por qué, mientras vuelco caigo en lo curioso que resulta el que últimamente en la ducha no cante por Joey Ramone, como hacen las personas de bien, sino por Lauryn Hill. Y después pienso en otras muchas cosas que en este momento prefiero no compartir, y finalmente acabo recordando una conversación mantenida hace unos días, seríamos cinco o seis en una terraza dando cuenta de unos frappucinos, o como coño llamen a la mierda esa que me dieron, en la cual corroboramos que todo el mundo, en un momento u otro de su vida, ha fantaseado con la idea de gozar de algún tipo de poder sobrehumano. Así, dos de los presentes reconocían haberlo hecho con el de la invisibilidad y otro con el de la visión de rayos X, los muy cerdos, mientras que dos señoritas se inclinaban por el de viajar a voluntad, la una en el espacio y la otra en el tiempo. Y cuando llegó mi turno confesé que yo nunca he fantaseado con tener un sólo poder, sino todos a la vez, todos los imaginables. Y a continuación nadie supo muy bien qué decir y acabamos cambiando de tema.
Cuando finalmente reboto contra el suelo la botella de champán se rompe y me devuelve a la realidad, y magullado me reincorporo y veo que a un lado y otro de la calle hay gente (cuatro niñas aquí, una familia de tres allí) que me mira y se debate entre la preocupación y el regocijo, así que remato mi performance con una reverencia, esto ha sido todo, gracias por venir, me alegro de que les haya gustado, váyanse ustedes a la mierda. Más tarde, ya en el bar, le pregunto al barman qué poder sobrehumano elegiría si un genio se le apareciese y le concediese tal deseo, y me contesta que el de tener cuatro brazos en lugar de dos, bien, funcional, y después, lejos de captar la indirecta, sigo preguntándole estupideces mientras a duras penas disimulo el placer abiertamente sexual que experimento al limpiarme con alcohol y algodón el vergonzante raspón de crío.

martes, julio 14, 2009

Misery is a butterfly

De pequeños no nos enseñan como debieran el asunto de la respiración. Nos explican que es algo fundamental para la vida, sí, pero que se hace sin querer, apenas un acto reflejo, y sin más se pasa a otras materias. No nos explican su carácter irremediablemente individualista ni nos avisan de los peligros de comprometerlo. Y así avanzamos confiados por la vida hasta que encontramos a alguien que nos da de respirar, y todo nos parece estupendo, y nos deslizamos felices, ajenos a la evidencia de que esa química también queda sometida a los vaivenes de la física. Y un día la física nos lanza uno de sus azares, y entonces todo se va a la mierda, y te quedas boqueando como un pez en un cestillo y te das cuenta de que respirar no es tan sencillo cuando te acostumbraste a que otro lo hiciese por tí. Y ahí te quedas, sin aliento, condenado a llevar de por vida una bombona de oxígeno a la espalda, sepultado bajo un gotelé de arrepentimientos. Pues claro que me apetece cambiarlo, pero es que hay que picar y menudo jaleo, a quién se le ocurriría. Después viene todo lo demás, los errores y los descuidos, por el natural devenir de las cosas. Los que sobrevivimos con un puñal clavado en el corazón podemos parecer en ocasiones en exceso apegados a la temeridad, pero no es eso, es sólo que a veces nos cuesta mantener la perspectiva. Porque hay días en los que despiertas y se te cae el mundo encima. No te apetece comer, ni hablar, ni caminar. Y te aprietas una almohada sobre la cara y la empapas de lágrimas. Y luego te acurrucas gimiendo bajo el chorro de la ducha. Y después pones tu cara contra el cristal y lo llenas de vaho mientras al otro lado unos niños juegan al balón. Y entonces comprendes que si no hay cerca una cámara y dos focos tampoco tienen demasiado sentido tales exhibiciones de estruendo sentimental, y que, de acuerdo, no te apetece comer ni hablar ni caminar, pero lo que no te importaría es hundir la cabeza en un regazo jugoso. Mira tú. Ya ves.

martes, julio 07, 2009

Cosas por las que mejor pasar de puntillas

Me llama mi madre y me dice que están en Benidorm y que se lo están pasando teta. Yo, naturalmente, dejo caer la esperada interjección de sorpresa, pero en realidad es algo que no me sorprende en absoluto. Hace tiempo que imaginaba que aquella travesía nómada, hoy Berlín, seis meses después Londres, el año que viene Madrid, y otra vez de mudanza y a buscarle otro cole a los niños, años de amistades siempre nuevas y es mejor no encariñarse, sólo podían acabar así: Benidorm, primera quincena de Julio. Me cuenta que Benidorm a veces parece un manicomio inmenso y a veces una Fuenlabrada con playa. Que allí la gente hace todos los días lo mismo y a la misma hora, y que los niños sólo comen macarrones. Que en las terrazas todo el mundo habla a gritos y que ayer en un bar con orquesta un señor vanidoso con pipa, esa sería la traducción literal, no le quitó ojo en toda la noche.
Después comentamos el nuevo corte de pelo de mi hermana, muy corto por atrás y con un largo flequillo, adios melena, que le hace parecer una estrella del pop escandinavo o a sí misma hace veinte años, lo cual resulta reconfortante. Y enseguida mi madre subraya lo curioso que resulta que al igual que nosotros salimos ajedrezados en nuestros rasgos más significativos (Eva tiene el pelo rubio de mi madre y los ojos oscuros de mi padre, mientras que yo tengo el pelo oscuro de mi padre y los ojos claros de mi madre), lo mismo les haya sucedido a mis sobrinos: las niñas tienen el pelo oscuro de mi cuñado, y el niño el pelo rubio de su madre.
Después se da un silencio incómodo durante el cual ambos pensamos en lo mismo, pero ninguno decimos nada. Hay cosas sobre las que es mejor pasar de puntillas.
Acabo siendo yo el que rompe el silencio apuntando que Diana mide en verano entre cinco y diez centímetros menos que en invierno, y mi madre lo coge enseguida y nos reímos un montón, y después ella me dice que mi padre se ha comprado una camiseta de los Lakers, y entonces sí, aquello ya es el descojone.