martes, octubre 30, 2007

Once I wanted to be the greatest

Salgo de casa pensando en cuánto tiempo hacía que no participaba en un trío, y al mismo tiempo resuelvo que en entornos multitudinarios se hace en ocasiones posible encontrar los anhelos del otro, pero nunca los propios. Esos sólo se encuentran a solas. Así que decido que debería masturbarme más a menudo, y tan imbuído voy en mis pensamientos que los vocalizo. "¡Debería masturbarme más a menudo!". En una calle abarrotada. Disimulo, intentando hacer creer que tarareo una canción. Pero una madre que camina delante mío con un niño de la mano ha oído mi declaración y acelera el paso. No me siento avergonzado, tan sólo incómodo. No es la única molestia. También me incomoda el roce de la camisa con la piel, que hace que me escuezan los arañazos, los del pecho y los de la espalda. Pareciera que alguien derrama alcohol sobre mis heridas, pero la sensación no es del todo desagradable. Al menos sirve para deflagrar algunos recuerdos. Quien se abre el interior de los muslos no lo hace tratando de encontrar dolor, tampoco placer a través del dolor, sino como quien aplasta un grano de pimienta con los dedos: por desentrañar una fragancia. Olores, todo repleto de olores. Cuando todo acabe aún quedará un aroma. Entro en el centro comercial y la chica del stand de Calvin Klein me ofrece a probar su nueva colonia. Se acerca un poco, me mira a los ojos, y un algo horrendo divisa en su interior que hace que huya despavorida. Una vez quise ser el más grande, y no existían vientos ni cataratas que pudiesen tumbarme. Pero hoy la comprendo, hoy si pudiera yo también me huiría. Abandono el centro comercial. Al salir me topo con un hombre con evidentes síntomas de desequilibrio, malvestido, molestando a todo transeúnte con el que se cruza. Me acerco y le pregunto la hora. Se queda paralizado, no sabe qué responder. A este lado del ring, desequilibrados de pega, dependientas capaces de divisarte el fondo del alma y perversiones de fin de semana. Al otro, madres que encierran a su hijo en la habitación y echan el cerrojo, familias altamente estructuradas de las de fin de semana en la sierra y sueño a las diez, y amigos que quedan el domingo temprano para irse a coger setas. Y aquí yo, el que un día quiso ser el más grande, un día en el que no existían vientos ni cataratas que pudiesen tumbarme. Pero hoy no es ese día. Hoy vuelvo a casa. Y entro en mi habitación. Y me desnudo. Y digo: ya estoy de vuelta, ¿me habeis echado de menos?

jueves, octubre 25, 2007

Yo antaño apenas enfermaba

Llego a casa en muy mal estado. Me duele la garganta, me duele la cabeza, me duelen los brazos y las piernas. Tengo fiebre. Decido que hoy me voy a acostar bien pronto. Luego pienso en lo habitual: que si los excesos, que si la contaminación, que si yo antaño apenas enfermaba. Entonces suena el timbre de la puerta. Abro. ¡Felicidades! Son F, y E que es la novia de F, y S que es la amiga de E. Me dan un regalo. Lo miro atontado. ¡Ábrelo! Lo abro. Es un torito de fieltro, con sus banderillas, su divisa rojigualda y su pegatina en la base con la leyenda "Recuerdo de Ávila". Me parece un regalo fantástico. Gracias. Vamos al salón. Suena de nuevo el timbre. Son C, y M que es la hermana de C, y L que se ha cortado el pelo. ¡Felicidades! También me traen un regalo. Un delantal de cocina estampado de motivos marineros. Buen regalo también. Pero no entiendo nada. Llegan hasta el salón y se juntan con los demás. Ponen música y abren el mueble bar. ¿Tienes hielo? No tengo la menor idea de qué hacen en mi casa ni de por qué me felicitan. Como hacemos todos los despistados, lo primero que hago es pensar que la culpa es mía. Seguro que olvido algo. Pero no caigo. Suena el teléfono de la habitación. Voy a cogerlo. Es mi hermana.
- Vaya fiesta tienes ahí, ¿no?
- Eso parece.
- ¿Y qué celebras?
- La verdad es que no lo sé. Pero la gente entra en casa y me felicita.
Vuelve a sonar el timbre. Alguien grita: ¡Yo abro!
- ¿Y les conoces?
- Sí.
- Pues tu cumpleaños no es, eso seguro.
- Ya. No sé.
Entra Laura en la habitación. Me besa en la mejilla libre y luego me susurra al oído que su regalo me lo da más tarde, a solas. Deja su chaqueta encima de la cama. Sale de la habitación.
- ¿Algún aniversario? ¿Algún premio? ¿Alguna buena noticia?
- No. Nada. Ni idea.
Suena el timbre otra vez.
- ¿Y por qué no les preguntas?
- Me da verguenza. Estoy un poco acatarrado.
- Ya. Y por culpa del catarro te has caído y te has dado un golpe.
- No...
- Pues no tengo yo la amnesia por uno de los síntomas de un catarro.
- Cierto. Tienes razón. Voy a preguntarles.
- Eso. Y luego me cuentas.
- Vale.
- Ah, y felicidades...
- No seas cabrona.
Cuelgo. Voy al salón. Apago la música. Todos me miran, como si fuera a dar un discurso.
- A ver: ¿me quiere alguien decir por qué coño me estáis felicitando?
Se echan a reír. Todos. Alguno incluso aplaude. Y luego siguen mirándome, como si esperasen el final del chiste. Me duele mucho la cabeza.

lunes, octubre 22, 2007

Amanece que no es poco

¿Os habeis levantado alguna vez con unas ganas terribles de echaros un cigarro y luego habeis recordado que no fumais? ¿Y que aunque fumaseis no podríais hacerlo porque perdisteis los dedos anular y corazón de ambas manos en un desafortunado incidente con la minipimer? ¿Y que aunque tuvieseis dedos no podríais fumar porque perdisteis la boca en una fallida operación de cirugía estética que ahora os obliga a alimentaros a través de una sonda anasogástrica? No, eso exactamente yo tampoco, pero algo parecido he sentido hoy al despertar. Porque ayer estuve en una fiesta. Y había barra libre. Ayer me llamó una amiga y me preguntó si quería acompañarla a un sarao, pregunta retórica según muestra la estadística. No-sé-qué director celebraba el fin de rodaje de no-sé-qué película. O el comienzo. Da igual. En la fiesta en cuestión la música viajó de forma sorprendente del technopop ochentero al reggae, mantuve una estimulante conversación con unos 'looners', me presentaron a gente que me dijo que tenía muchas ganas de conocerme y una chica con coletas paseó un enorme cuenco de lacasitos. Y ya no me acuerdo de más, ya os digo que había barra libre. Y dado que en días como el de hoy la productividad es un imposible, mejor dejarse ir, empleo el tiempo en tratar de determinar qué parte de lo que recuerdo es recuerdo y qué ensoñación -por ejemplo, estimo poco posible que volviese a casa, como ahora creo recordar, subido en un rinoceronte, que en Madrid apenas quedan-. A eso me dedicaba esta mañana en la cola del supermercado cuando me he dado cuenta de que una morena situada una fila más allá me estaba mirando. Demasiado. Algo absurdo dado que servidor portaba el kit resaca al completo: labios cortados, pelo sucio, pupilas perezosas y ojeras kilométricas. Un asco. Pero me estaba mirando, ya lo creo, y he bajado la cabeza y luego la he subido y allí seguía, mirando. Bastante descarada. Así que, en un gesto infantil, le he sacado la lengua. No sé por qué lo he hecho. Ya os digo que ayer había barra libre. El caso que le he hecho burla y ella se ha reído y su novio que iba detrás le ha preguntado de qué se reía y ella ha dicho que de nada y él me ha mirado y ha visto que yo también sonreía y entonces me ha dedicado esa mirada, y a ella esa otra. Y me he escabullido tan rápido como he podido. Y luego en casa he intentado ver una película y no he podido, y he intentado leer un libro y no he podido, y he intentado dormir y no he podido, porque en mi cabeza sólo había melancolía y había Diciembre y había su rostro y bla bla bla. Tengo que pedir cita con el dentista.

viernes, octubre 19, 2007

You know me better than I know myself

De acuerdo, infelices, de acuerdo. ¡De acuerdo! Lo reconozco: no tengo absolutamente nada que contar. Nada de nada. Así que ahora supongo que tocaría comenzar a escribir sobre el hecho mismo de escribir. Se hace mucho. Pero no, creo que aún no he llegado a ese punto. Aún hay más cosas fuera que dentro. Dentro corre el aire. Ahora podría hablarles de lo mucho que me gustaban estas chicas o de lo mucho que disfruto esta actuación, cosas en las que, lo sé, contaría con su solidaridad. O también les podría hablar de lo mucho que me gusta ahora mismo el nuevo disco de esta otra, pero ustedes, gente con un gusto musical refinado, me dirían que eso es producto perecedero, banda sonora de un fin de semana, dos a lo sumo. Y, claro, tendrían razón. Siempre tienen razón. También podríamos rememorar alguna que otra relación amorosa. Pero total, ¿para qué? A estas alturas ya sé que es todo mentira. Ustedes también. Ayer sonó la alarma del móvil, me avisaba del cumpleaños de una antigua amante. Le envié unos bombones. Por la tarde llamó y propuso quedar el domingo, para cenar y eso. Esta mañana ha vuelto a saltar la alarma del móvil. Otro cumpleaños. Más bombones. Más domingos. Todo mentira. Mentira cochina. Qué les voy a contar que no sepan. A estas alturas ustedes son ya conscientes de que se encuentran ante un caso de infantilismo de manual, ante un enorme contenedor de tardoadolescencias y peterpanismos. Sí, ¿no? Es eso, ¿no? Pues muy bien. Yo aquí metiéndome los dedos en la garganta y así me lo pagan. Muy bien. Muy pero que muy bien.

miércoles, octubre 17, 2007

Fantasmas

Una estación casi vacía, una estación sin conexiones. Un niño. Una madre que charla con una amiga. La espalda de la madre. El descuido. Un instante. El niño corre. Hacia la vía. Me pierdo en los detalles. El cabello de la madre. La carrera inexperta del niño. El suelo de piedra de la estación. La madre que se gira. La madre que emite un grito sobrehumano. La madre que corre hacia el niño. El niño que no escucha. Al fin reacciono. Alcanzo al niño. Le agarro de los hombros. A un metro del andén, a un segundo de la tragedia. La madre llora. Alivio. El niño llora. Confusión. La madre me abraza. Su amiga mi abraza. Gracias, gracias. Pero yo sólo puedo pensar en los instantes de parálisis. ¿Qué clase de persona se pierde en los detalles? El reproche. Siempre el reproche. Me obligo a pensar en otra cosa. Doy media vuelta en la cama. Entonces veo luz en el salón. Me he dejado la lámpara encendida. Me levanto. Voy hasta la lámpara. Apago la luz. Vuelvo a la cama.
Intento no pensar en el niño. Así que pienso en ella. Ella que baila. Ella que toma el sol. Ella que sonríe. Y la arena. La arena y el viento. El viento y mi pelo y sus manos en mi pelo. Y el descuido. El descuido y el olor a medicina. Y las máquinas. Y el fuego. Al final siempre el fuego. Y el reproche. Siempre el reproche. Me obligo a pensar en otra cosa. Doy media vuelta en la cama. Entonces veo luz en el salón. Me he dejado la lámpara encendida. Me levanto. Voy hasta la lámpara. Apago la luz. Vuelvo a la cama.
Intento no pensar en ella. Así que pienso en la madre del niño. Pero la estación tiene ahora el suelo de arena. Y la madre del niño tiene su rostro, el de ella. Y el viento mueve su pelo. El viento y su pelo y mis manos en su pelo. Y el descuido. Y el niño que se aleja y yo que me pierdo en los detalles. Y el niño que cae. Al fuego. Al final siempre el fuego. Y el reproche. Siempre el reproche. Me obligo a pensar en otra cosa. Doy media vuelta en la cama. Entonces veo luz en el salón. Algo no va bien.

lunes, octubre 15, 2007

La India

Cuando al fin estamos todos sentados el tipo alto lleva la conversación a su terreno: las vacaciones. He pasado tres semanas en la India y os digo que aquello te cambia la vida, es increíble cuanta dignidad existe en la miseria. Menudo gilipollas. Estoy tentado de decirle que yo he pasado mis vacaciones encerrado en la habitación de un hotel de Benidorm con dos eslavas, tres caribeñas y un camerunés. Eso sí que te cambia la vida. Pero no lo hago, porque oigo que el tipo alto dice "yo en la India he encontrado la felicidad", y entonces ya no aguanto más, entonces invento una excusa muy mal elaborada y me voy. Compro unas cosas que necesito y me dirijo a casa. Silbo en el rellano mientras espero el ascensor. Aparece mi vecina. Dejo de silbar. ¡Hola! El ascensor no acaba de llegar, vendrá de arriba del todo. Quien sí llega es una mujer con traje chaqueta. Su cara me suena. Tú eres la de la asesoría. No, la inmobiliaria. ¿La inmobiliaria del quinto? Eso es un dermatólogo. ¿Del cuarto? El tercero. Eso, el tercero. ¿Y llevas mucho tiempo ahí? Cinco años, hace cinco años que somos vecinos. Le caigo fatal. Se produce un silencio incómodo, aunque no para mi vecina, quien ríe entre dientes. Yo también lo hago, por empatía, y al descubrirme la del traje chaqueta hace un gesto borde. Cree que me río de ella. Me odia. Al fin llega el ascensor. Entramos. Pulso el botón de mi piso. Luego hago la intención de pulsar el botón del piso al que va la mujer del traje chaqueta, pero ya no recuerdo si es el tercero o el cuarto. Dudo, con el dedo en el aire. El tercero. El ter-ce-ro. Me detesta. La puerta tarda un poco en cerrarse, el tiempo justo para que alguien desde fuera grite "¡un momento!". Pulso el botón de abrir. La puerta se abre. ¡Gracias! Es un señor que debe pesar unos ciento cincuenta kilos. El dermatólogo, creo. Mi vecina hace un gesto de desaprobación y pregunta un ¿cabemos? que en realidad quiere decir no cabemos. Pero el gordo sube. Pulsa un botón, la puerta se cierra y el ascensor comienza a ascender. No por mucho tiempo, ya que tras haber recorrido apenas unos metros suena un click y se detiene. Nos hemos quedado encerrados. Mi vecina mira al gordo con evidente reproche. Este confiesa a continuación que esa es la tercera vez que se queda encerrado en aquel ascensor. Mi vecina está a punto de comenzar a gritarle, pero la chica de la inmobiliaria -¿o era una asesoría?- hace un comentario, para relajar el ambiente. Bueno, si esto se prolonga al menos llevamos comida. Y señala la barra de pan que sobresale de la bolsa del dermatólogo. Este le responde que ha leído que el hombre aguanta más sin comer que sin beber. Y a continuación señala mi bolsa. Bueno, tú seguro que llevas ahí agua o algo. Yo respondo que agua no pero sí condones, así que si eso se prolonga podemos montar una buena fiesta. Mi vecina se ríe. El gordo también. La chica de la asesoría no. Definitivamente, me odia. Así que prosigo la broma. Aunque no tenemos mucho espacio; habrá que hacer turnos. Mi vecina se echa las manos a la cara. El gordo vuelve a reír. La chica de la asesoría -¿o era una inmobiiaria?- me mira fijamente y luego comienza a rascarse el cuello. Me odia. Me odia y la pongo nerviosa. Entonces suena otro click, y se va la luz. Nos quedamos a oscuras. Mi vecina, en un gesto instintivo, agarra mi brazo. La mujer del traje chaqueta chilla.

jueves, octubre 11, 2007

La penúltima

Juraría que no he dormido más de quince minutos, aunque en realidad lo he hecho durante cinco horas. Sufro una resaca espantosa. Horrible. Doy vueltas en la cama. No puedo dormir. Me levanto, abro el frigorífico, preparo un sandwich con una loncha de jamón y otra de queso, y le doy dos bocados. Me sienta fatal. Vuelvo a la cama. Nada. Imposible. No puedo dormir. Miro el reloj. Las nueve de la noche. Decido entonces hacer algo estúpido: me levanto, me ducho, me visto y me voy a la fiesta de la revista. Eran las diez de la mañana, ayer, hoy, cuando a todos prometí que no iría. ¡De ninguna manera! Y allí estoy. Cuando llego aún hay gente haciendo cola. Mientras espero, dos tipos delante de mí hablan.
- ¿Cómo? ¿Fuiste con una amiga? ¿Una amiga especial, acaso?
- No, especial no. Sólo me la follo.
Bien. Esto empieza bien. Buscan mi nombre en la lista. Entro al local. Miro alrededor. Me reconforta comprobar que ninguno de los míos alcanza el grado de insensatez necesario para presentarse allí tras lo de ayer. El grado de insensatez necesario, mi grado de insensatez. Oteo el horizonte en busca de caras conocidas, pero alguien llega por detrás y me tapa los ojos.
- ¿¡Quién soy!?
- Hmmm... ¿Maddie McCann?
Me suelta. Se sitúa delante de mí.
- No, tonto, soy yo.
Es una pelirroja resultona con la que estuve un tiempo hace ya unos cuantos años. Hace siglos que no hablamos, pero empieza a contarme una anécdota como si nos hubiésemos visto ayer mismo.
- ... y me dice que esa casa no le gusta porque es pequeña. ¡Pequeña! Y yo le digo que cómo va a ser pequeña si tiene tres habitaciones y va él y me dice que quiere cuatro. ¡Cuatro! Y yo le digo que para qué quiere cuatro y me dice que por si acaso y yo le digo que por si acaso ya está la tercera y él me dice que en la tercera quiere poner una mesa de billar. ¡Una mesa de billar! ¿Pero tú sabes lo que ocupa una mesa de billar?
No me explico cómo pude un día echarme eso a la boca. Niños, cuando alguien os ofrezca drogas, decid simplemente NO. Habla y habla, y yo mientras asiento con la cabeza aunque hace tiempo que he desconectado. Finalmente alguien llega y requiere su atención, gracias a Dios, momento que aprovecho para escabullirme. Me acerco a la mesa de las bebidas. Mezclo en una copa el líquido de las dos botellas más cercanas. No sé qué contienen, no me apetece leer. Doy un sorbo. Sabe a rayos. Alguien que conozco llega y choca su copa con la mía. ¡Salud! Me veo obligado a darle otro sorbo. Me dan arcadas.
- ¡Coño, pensé que no venías! Pues, mira, ya que estás aquí te voy a presentar a Marco...
- Genial, pero mejor luego, que ahora tengo que ir al servicio, tío, no sabes cómo me estoy meando. Después te busco, ¿vale?
¿Marco? ¿Qué mierda de nombre es ese? No quiero conocer a nadie que se llame Marco. Hoy no. Me alejo. Bajo unas escaleras. Me acerco a los servicios. Hay dos puertas, pero en ninguna indica a qué sexo corresponde. Dudo, y entonces se abre una de las puertas, sale la actriz, tropieza y cae justo delante de mí. Me agacho y le ofrezco mi brazo.
- No hace falta que te lances a mis pies, tampoco soy para tanto.
Se ríe. Se incorpora.
- Qué verguenza... creo que he bebido demasiado... oye, me gusta tu chaqueta... creo que estoy empezando a hacer el ridículo... oye, ¿por qué no me sacas de aquí?
Me agarra con fuerza y de esa guisa salimos del bar. Una vez fuera, la actriz se detiene.
- Me duele un poco el tobillo, igual me lo he torcido... qué ridículo, espero que no me haya visto nadie... putos tacones... oye, ¿tienes el coche muy lejos?... ¿te importa si mientras vas a por él yo te espero aquí?
Por supuesto que no, le digo. Echo a andar, doy la vuelta a la esquina, detengo un taxi y me voy a casa.

lunes, octubre 08, 2007

Diecisiete segundos

Salgo a la terraza. El cielo está negro, se va a poner a llover en cualquier momento, pero me da por irme a dar un paseo, con lo puesto. De repente la idea es que la lluvia me pille lo más lejos posible, para así verme condenado al aguacero. De repente la idea es un bautismo, eso es. Echo a andar y al rato me cruzo con una jovencita con un peinado estupendo que me busca la mirada y cuando la encuentra sonríe. Supongo que debería sentirme halagado por el gesto amable, pero la verdad es que siento... no sé. Nada. Recupero la certeza de que lo opuesto a la alegría no es la tristeza sino el vacío, la anestesia. Que lo opuesto a la felicidad no es la desdicha sino el vacío, el ir tirando. Mientras camino mi mente convoca metáforas. Pienso en la condición humana y su formidable resistencia. En ocasiones puede incluso llegar a parecer indestructible. Pero no lo es. Pienso en los diferentes peligros que la acechan. Pienso en esos sucesos que apenas dejan un rasguño imperceptible, mínimos saltos al vacío que aparecen de tanto en tanto, dificultades que apenas consiguen hacer mella y cuya importancia se difumina en cuestión de días. También pienso en esos otros que te sitúan al borde del delirio, debacles y desgracias que en el momento parecen insuperables. Pero se superan. Dejan cicatriz, a veces incluso suponen puntos de inflexión, pero no impiden seguir adelante. Y finalmente pienso en aquellos que compuestos de una aciaga mezcla de fatalidad, inoportunidad y tino se sitúan más allá de cualquier entendimiento. Esos son capaces de transformar los corazones en piedra. Esos no se superan nunca. Esos acaban con aquel que los padece. Esos transforman a su víctima en un zombi, alguien que vive un tiempo prestado, una prórroga inútil. Y están por todas partes, los zombis, vivimos rodeados de ellos. Aunque se hace difícil distinguirles del resto, porque a veces también sonríen.
Tras dos horas caminando vuelvo al punto de partida, a casa. Ya ha caído la noche. Llover, no ha llovido.

jueves, octubre 04, 2007

La mujer biónica

¿Recuerdan a la dependienta de la tienda de ropa de la esquina? Bah, ustedes qué van a recordar. Mejor les pongo en situación. Junto a mi bar de cabecera se encuentra una tienda de ropa cuya dependienta se llama Alicia. Alicia es morena, de ojos negros, y tiene mucho de todo, como un Corte Inglés. Un ejemplar mesetario de los que ya no se ven. Elegante en el vestir a pesar de una cierta tendencia al exceso, y exquisita en las maneras a pesar de la exhibición de una risa atronadora. Lo que los antiguos denominarían una mujer de bandera. Creo que es dueña de la tienda en cuestión, y digo que creo porque jamás he podido establecer con ella una conversación inteligente. Tan pronto me acerco a sus dominios mi proverbial facilidad para el mano a mano salta por los aires. Mi conversación se transforma en un lastimoso conjunto de balbuceos y mi simpatía torna en un puñado de muecas lamentables. Su anatomía desactiva todas mis habilidades sociales hasta dejarme reducido a una patética parodia de mí mismo. Ayer, sin embargo, animado por el efecto euforizante de cuatro combinados y la promesa de sus hombros desnudos, me decidí a intentarlo de nuevo, dispuesto esta vez a enfrentar el seísmo cargado de improvisación, sin nada preparado, confiado en que las palabras que brotasen de mi boca fuesen al fin las adecuadas. Así que me acerqué a la barra, me coloqué entre ella y su amiga, y comencé a hablar.
- Alicia, ¿sabes qué me apetecería ahora mismo? Me apetecería meterte en mi cama. Y no hablo de susurros y caricias bajo un edredón, no. Hablo de un maratón gimnástico, hablo de un vendaval de sudores y salivas, hablo de ponerte a hacer equilibrios encima de mi...
Y zas. Un bofetón. No lo vi venir. Hubiera debido, lo sé, pero no. El impacto me alcanzó de lleno. Si hubiera llevado gafas éstas habrían saltado por los aires. Me quedé petrificado. Alicia dejó su mano en alto, como advirtiéndome de que no acabara esa frase, ni esa ni ninguna otra. Tragué saliva. Vocalicé un tímido "ouch". Alicia relajó el gesto y perfiló una media sonrisa casi ministerial.
- ¿Eso es todo?
- S-sí, t-todo.
- Bien.
Me alejé, caminando despacio, la mirada gacha, la mejilla en carne viva. Llegué a mi mesa. Mis amigos sufrían convulsiones y espasmos, incapaces de dominar las carcajadas. El camarero también reía. Me puso otra copa. "¡Una para el valiente de parte de la casa!". Miré alrededor. Todo el mundo reía. Mis amigos, el camarero, el resto de clientes, la amiga de Alicia. También Alicia, con su risa estrepitosa.
La tengo en el bote.

martes, octubre 02, 2007

Yo me quedaré aquí siempre, viviendo del amor de las mujeres

Un tipo se acerca en el bar y me pide fuego. Se lo doy. Me ofrece un cigarro. Le digo que no fumo. Dice que es curioso que a pesar de no fumar lleve fuego. Ya ves, respondo. Luego me pregunta si voy mucho por allí. Eso es, está ligando conmigo. Escondiendo mi, creo, leve homofobia - todos los hombres heterosexuales la padecen, de una manera u otra, no crean al que les diga lo contrario, esto viene de las cavernas y no hay nada que hacer al respecto - invento una excusa poliédrica y me lo saco de encima. Me sucede a menudo. Martina dice que es porque tengo cara de niña, pero yo siempre le respondo que eso es una contradicción y un sinsentido, aunque igual no lo es, igual es de lo más normal, qué sé yo. Más madera: esta mañana he quedado con RL, amigo, maestro, titán, y hemos charlado de nuestras chiquilladas mientras empujábamos el carrito de su bebé por el parque. En un momento dado, un chaval se ha acercado y nos ha dado unos flyers para un garito con un nombre inconfundiblemente gay. Nos ha tomado por dos tíos paseando un hijo adoptado o inseminado a medias, supongo. RL ha dicho que eso sólo le pasa cuando va conmigo. "Cuando el río suena agua lleva", ha añadido, descojonándose. Y supongo que de alguna manera debería sentirme halagado, e igual es eso lo que pasa, igual es por eso por lo que ahora voy y escribo esto tan intuyo que vergonzante que escribo, por vanidad. No sé por qué coño me estoy justificando. En fin, también les puedo contar que más tarde me he sentado en un banco y he contemplado las correrías de una manada de niños que alborotaba junto a uno de esos columpios tan asépticos que se han puesto ahora de moda y que se asemejan a enormes correctores bucales. Les he visto empeñarse en persecuciones desestructuradas, brearse a empujones porque sí y desgranar gritos prehistóricos, hasta que me he fijado en sus madres, quienes me miraban de soslayo, dudando si no sería yo un pervertido al acecho de sus retoños. Así que me he levantado para irme de allí, para escapar, y al pasar junto a ellas he comprobado cómo sus expresiones viajaban rápidamente de la sospecha al alivio. "No hay de qué preocuparse, no es ningún pervertido. Tan sólo un pedazo de maricón".